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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
semejanza con el hermano gemelo se fue otra vez acentuando, no sólo por el escurrimiento de la
figura, sino por el aire distante y la actitud ensimismada. No volvió a ocuparse de los niños.
Comía a cualquier hora, embarrado de pies a cabeza, y lo hacía en un rincón de la cocina,
contestando apenas a las preguntas ocasionales de Santa Bofia de la Piedad. Viéndolo trabajar en
aquella forma, como nunca soñó que pudiera hacerlo, Fernanda creyó que su temeridad era
diligencia, y que si' codicia era abnegación y que su tozudez era perseverancia, y le remordieron
las entrañas por la virulencia con que había despotricado contra su desidia. Pero Aureliano
Segundo no estaba entonces para reconciliaciones misericordiosas. Hundido hasta el cuello en
una ciénaga de ramazones muertas y flores podridas, volteó al derecho y al revés el suelo del
jardín después de haber terminado con el patio y el traspatio, y barrené tan profundamente los
cimientos de la galería oriental de la casa, que una noche despertaron aterrorizados por lo que
parecía ser un cataclismo, tanto por las trepidaciones como por el pavoroso crujido subterráneo,
y era que tres aposentos se estaban desbarrancando y se había abierto una grieta de escalofrío
desde el corredor hasta el dormitorio de Fernanda. Aureliano Segundo no renunció por eso a la
exploración. Aun cuando ya se habían extinguido las últimas esperanzas y lo único que parecía
tener algún sentido eran las predicciones de las barajas, reforzó los cimientos mellados, resané la
grieta con argamasa, y continué excavando en el costado occidental. Allí estaba todavía la
segunda semana del junio siguiente, cuando la lluvia empezó a apaciguarse y las nubes se fueron
alzando, y se vio que de un momento a otro iba a escampar. Así fue. Un viernes a las dos de la
tarde se alumbré el mundo con un sol bobo, bermejo y áspero como polvo de ladrillo, y casi tan
fresco como el agua, y no volvió a llover en diez años.
Macondo estaba en ruinas. En los pantanos de las calles quedaban muebles despedazados,
esqueletos de animales cubiertos de lirios colorados, últimos recuerdos de las hordas de ad-
venedizos que se fugaron de Macondo tan atolondradamente como habían llegado. Las casas
paradas con tanta urgencia durante la fiebre del banano, habían sido abandonadas. La compañía
bananera desmantelé sus instalaciones. De la antigua ciudad alambrada sólo quedaban los
escombros. Las casas de madera, las frescas terrazas donde transcurrían las serenas tardes de
naipes, parecían arrasadas por una anticipación del viento profético que años después había de
borrar a Macondo de la faz de la tierra. El único rastro humano que dejó aquel soplo voraz, fue un
guante de Patricia Brown en el automóvil sofocado por las trinitarias. La región encantada que
exploré José Arcadio Buendía en los tiempos de la fundación, y donde luego prosperaron las
plantaciones de banano, era un tremedal de cepas putrefactas, en cuyo horizonte remoto se
alcanzó a ver por varios años la espuma silenciosa del mar. Aureliano Segundo padeció una crisis
de aflicción el primer domingo que vistió ropas secas y salió a reconocer el pueblo. Los sobrevi-
vientes de la catástrofe, los mismos que ya vivían en Macondo antes de que fuera sacudido por el
huracán de la compañía bananera, estaban sentados en mitad de la calle gozando de los primeros
soles. Todavía conservaban en la piel el verde de alga y el olor de rincón que les imprimió la
lluvia, pero en el fondo de sus corazones parecían satisfechos de haber recuperado el pueblo en
que nacieron. La calle de los Turcos era otra vez la de antes, la de los tiempos en que los árabes
de pantuflas y argollas en las orejas que recorrían el mundo cambiando guacamayas por
chucherías, hallaron en Macondo un buen recodo para descansar de su milenaria condición de
gente trashumante. Al otro lado de la lluvia, la mercancía de los bazares estaba cayéndose a
pedazos, los géneros abiertos en la puerta estaban veteados de musgo, los mostradores
socavados por el comején y las paredes carcomidas por la humedad, pero los árabes de la tercera
generación estaban sentados en el mismo lugar y en la misma actitud de sus padres y sus
abuelos, taciturnos, impávidos, invulnerables al tiempo y al desastre, tan vivos o tan muertos
como estuvieron después de la peste del insomnio y de las treinta y dos guerras del coronel
Aureliano Buendía. Era tan asombrosa su fortaleza de ánimo frente a los escombros de las mesas
de juego, los puestos de fritangas, las casetas de tiro al blanco y el callejón donde se
interpretaban los sueños y se adivinaba el porvenir, que Aureliano Segundo les preguntó con su
informalidad habitual de qué recursos misteriosos se habían valido para no naufragar en la
tormenta, cómo diablos habían hecho para no ahogarse, y uno tras otro, de puerta en puerta, le
devolvieron una sonrisa ladina y una mirada de ensueño, y todos le dieron sin ponerse de
acuerdo la misma repuesta:
-Nadando.
Petra Cotes era tal vez el único nativo que tenía corazón de árabe. Había visto los últimos
destrozos de sus establos y caballerizas arrastrados por la tormenta, pero había logrado
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