Page 135 - Cien Años de Soledad
P. 135

Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           las doncellas en  barcas cargadas de   rosas, los espejos de  marcos dorados, y todo    cuanto  era
           rompible desde la sala hasta el granero, y terminó con la tinaja de la cocina que se reventé en el
           centro del patio con una explosión profunda. Luego se lavé las manos, se echó encima el lienzo
           encerado, y antes de medianoche volvió con unos tiesos colgajos de carne salada, varios sacos de
           arroz y maíz con gorgojo, y unos desmirriados racimos de plátanos. Desde entonces no volvieron
           a faltar las cosas de comer.
              Amaranta Úrsula y el pequeño Aureliano habían de recordar el diluvio como una época feliz. A
           pesar  del  rigor  de  Fernanda,  chapaleaban en  los  pantanos  del  patio,  cazaban lagartos  para
           descuartizarlos  y jugaban a envenenar    la  sopa echándole  polvo  de  alas  de  mariposas  en  los
           descuidos de  Santa  Sofía  de  la  Piedad. Úrsula  era  su  juguete más entretenido. La  tuvieron  por
           una gran muñeca     decrépita que  llevaban y traían por   los  rincones,  disfrazada con trapos  de
           colores y la cara pintada con hollín y achiote, y una vez estuvieron a punto de destriparle los ojos
           como  le  hacían  a los sapos con  las tijeras de  podar. Nada  les causaba tanto alborozo  como  sus
           desvaríos. En efecto, algo debió ocurrir en su cerebro en el tercer año de la lluvia, porque poco a
           poco fue perdiendo el sentido de la realidad, y confundía el tiempo actual con épocas remotas de
           su vida, hasta el punto de que en una ocasión pasó tres días llorando sin consuelo por la muerte
           de  Petronila  Iguarán,  su  bisabuela,  enterrada desde  hacía más  de  un siglo.  Se  hundió  en  un
           estado  de  confusión tan disparatado,  que  creía que  el  pequeño  Aureliano  era su  hijo  el  coronel
           por los tiempos en que lo llevaron a conocer el hielo, y que el José Arcadio que estaba entonces
           en el seminario era el primogénito que se fue con los gitanos. Tanto habló de la familia, que los
           niños aprendieron  a organizarle visitas imaginarias con  seres que no  sólo  habían  muerto  desde
           hacía mucho tiempo, sino que habían existido en épocas distintas. Sentada en la cama con el pelo
           cubierto de ceniza y la cara tapada con un pañuelo rojo, Úrsula era feliz en medio de la parentela
           irreal  que los niños describían  sin  omisión  de  detalles, como  si  de  verdad  la  hubieran  conocido.
           Úrsula conversaba con sus antepasados sobre acontecimientos anteriores a su propia existencia,
           gozaba con las noticias que le daban y lloraba con ellos por muertos mucho más recientes que los
           mismos contertulios. Los niños no      tardaron   en  advertir  que en  el  curso de   esas visitas
           fantasmales Úrsula   planteaba siempre   una pregunta destinada a establecer     quién era el  que
           había llevado  a la  casa  durante  la  guerra  un San José  de  yeso  de  tamaño  natural  para  que  lo
           guardaran mientras   pasaba la  lluvia.  Fue  así  como  Aureliano  Segundo  se  acordé  de  la  fortuna
           enterrada  en  algún  lugar  que  sólo  Úrsula  conocía,  pero  fueron  inútiles  las  preguntas  y  las
           maniobras   astutas  que  se  le  ocurrieron,  porque  en  los  laberintos  de  su  desvarío  ella  parecía
           conservar  un margen   de  lucidez para  defender  aquel  secreto,  que  sólo  había de  revelar  a quien
           demostrara  ser  el  verdadero  dueño  del  oro  sepultado.  Era tan hábil  y tan estricta,  que  cuando
           Aureliano Segundo instruyó a uno de sus compañeros de parranda para que se hiciera pasar por
           el propietario de la fortuna, ella lo enredó en un interrogatorio minucioso y sembrado de trampas
           sutiles.
              Convencido  de  que Úrsula  se llevaría el  secreto a la  tumba, Aureliano  Segundo contrató  una
           cuadrilla de excavadores con el pretexto de que construyeran canales de desagüe en el patio y en
           el traspatio, y él mismo sondeó el suelo con barretas de hierro y con toda clase de detectores de
           metales, sin encontrar nada que se pareciera al oro en tres meses de exploraciones exhaustivas.
           Más tarde recurrió a   Pilar Ternera  con  la  esperanza  de  que las barajas vieran  más que los
           cavadores,  pero  ella  empezó  por  explicarle  que  era  inútil cualquier  tentativa  mientras  no  fuera
           Úrsula quien cortara el naipe. Confirmé en cambio la existencia del tesoro, con la precisión de que
           eran  siete mil  doscientas catorce monedas enterradas en      tres sacos de  lona  con  jaretas de
           alambre  de  cobre,  dentro  de  un círculo  con un radio  de  ciento  veintidós  metros,  tomando  como
           centro la cama de Úrsula, pero advirtió que no sería encontrado antes de que acabara de llover y
           los  soles  de  tres  junios  consecutivos  convirtieran  en  polvo  los  barrizales.  La  profusión  y  la
           meticulosa vaguedad de los datos le parecieron a Aureliano Segundo tan semejantes a las fábulas
           espiritistas, que insistió en su empresa a pesar de que estaban en agosto y habría sido necesario
           esperar por lo menos tres años para satisfacer las condiciones del pronóstico. Lo primero que le
           causó  asombro,  aunque   al  mismo  tiempo  aumentó   su  confusión,  fue  el  comprobar  que  había
           exactamente   ciento  veintidós  metros  de  la  cama de  Úrsula  a la  cerca del  traspatio.  Fernanda
           temió que estuviera tan loco como su hermano gemelo cuando lo vio haciendo las mediciones, y
           peor aun cuando ordenó a las cuadrillas de excavadores profundizar un metro más en las zanjas.
           Presa de un delirio exploratorio comparable apenas al del bisabuelo cuando buscaba la ruta de los
           inventos,  Aureliano  Segundo  perdió  las  últimas  bolsas  de  grasa que  le  quedaban,  y la  antigua



                                                            135
   130   131   132   133   134   135   136   137   138   139   140