Page 133 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           recibieron alborozados a Aureliano Segundo, quien volvió a tocar para ellos el acordeón asmático.
           Pero el  concierto no  les llamó  tanto la  atención  como  las sesiones enciclopédicas, de  modo  que
           otra  vez  volvieron  a  reunirse  en  el dormitorio  de  Memo,  donde  la  imaginación  de  Aureliano
           Segundo   convirtió  el  dirigible  en  un elefante  volador  que  buscaba un sitio  para  dormir  entre  las
           nubes.  En  cierta ocasión encontró  un hombre   de  a caballo  que  a pesar  de  su  atuendo  exótico
           conservaba un aire familiar, y después de mucho examinarlo llegó a la conclusión de que era un
           retrato  del coronel Aureliano  Buendía.  Se  lo  mostró  a  Fernanda,  y  también  ella  admitió  el
           parecido del jinete no sólo con el coronel, sino con todos los miembros de la familia, aunque en
           verdad era un guerrero   tártaro.  Así  se  le  fue  pasando  el  tiempo,  entre  el  coloso  de  Rodas  y los
           encantadores de serpientes, hasta que su esposa le anunció que no quedaban más de seis kilos
           de carne salada y un saco de arroz en el granero.
              -¿Y ahora qué quieres que haga? -preguntó él.
              -Yo no sé -contestó Fernanda-. Eso es asunto de hombres.
              -Bueno -dijo Aureliano Segundo-, algo se hará cuando escampe.
              Siguió más interesado en la enciclopedia que en el problema doméstico, aun cuando tuvo que
           conformarse con una piltrafa y un poco de arroz en el almuerzo. «Ahora es imposible hacer nada
           -decía-. No puede llover toda la vida.» Y mientras más largas le daba a las urgencias del granero,
           más intensa se iba haciendo la indignación de Fernanda, hasta que sus protestas eventuales, sus
           desahogos   poco  frecuentes,  se  desbordaron en  un torrente  incontenible,  desatado,  que  empezó
           una mañana como el monótono bordón de una guitarra, y que a medida que avanzaba el día fue
           subiendo de tono, cada vez más rico, más espléndido. Aureliano Segundo no tuvo conciencia de
           la  cantaleta hasta el  día siguiente, después del  desayuno, cuando    se sintió  aturdido  por un
           abejorreo que era  entonces más fluido   y alto  que el  rumor de  la  lluvia,  y era  Fernanda  que se
           paseaba por toda la casa doliéndose de que la hubieran educado como una reina para terminar de
           sirvienta en una casa de locos, con un marido holgazán, idólatra, libertino, que se acostaba boca
           arriba a esperar que le llovieran panes del cielo, mientras ella se destroncaba los riñones tratando
           de mantener a flote un hogar emparapetado con alfileres, donde había tanto que hacer, tanto que
           soportar  y corregir  desde  que  amanecía  Dios  hasta la  hora  de  acostarse,  que  llegaba a la  cama
           con los  ojos  llenos  de  polvo  de  vidrio  y,  sin embargo,  nadie  le  había dicho  nunca buenos  días,
           Fernanda,  qué  tal  noche  pasaste,  Fernanda,  ni  le  habían preguntado  aunque  fuera por  cortesía
           por qué estaba tan pálida ni por qué despertaba con esas ojeras de violeta, a pesar de que ella no
           esperaba, por supuesto, que aquello saliera del resto de una familia que al fin y al cabo la había
           tenido siempre como un estorbo, como el trapito de bajar la olla, como un monigote pintado en la
           pared,  y que  siempre  andaban desbarrando   contra  ella  por  los  rincones,  llamándola santurrona,
           llamándola farisea, llamándola lagarta, y hasta Amaranta, que     en  paz descanse,  había dicho  de
           viva voz  que ella  era de  las que confundían  el  recto con  las témporas, bendito sea Dios, qué
           palabras,  y ella  había aguantado  todo  con resignación por  las  intenciones  del  Santo  Padre,  pero
           no había podido soportar más cuando el malvado de José Arcadio Segundo dijo que la perdición
           de  la  familia  había  sido  abrirle  las  puertas  a  una  cachaca,  imagínese,  una  cachaca  mandona,
           válgame Dios, una cachaca hija de la mala saliva, de la misma índole de los cachacos que mandó
           el gobierno a matar trabajadores, dígame usted, y se refería a nadie menos que a ella, la ahijada
           del  duque  de  Alba,  una dama con tanta alcurnia  que  le  revolvía  el  hígado  a las  esposas  de  los
           presidentes,  una  fijodalga  de  sangre  como  ella  que  tenía  derecho  a  firmar  con  once  apellidos
           peninsulares, y que era     el  único mortal   en  ese pueblo   de  bastardos que no     se sentía
           emberenjenado    frente  a dieciséis  cubiertos,  para  que  luego  el  adúltero  do  su  marido  dijera
           muerto  de  risa  que  tantas  cucharas  y  tenedores,  y  tantos  cuchillos  y  cucharitas  no  era  cosa  de
           cristianos, sino de ciempiés, y la única que podía determinar a ojos cerrados cuándo se servía el
           vino blanco, y de qué lado y en qué copa, y cuándo se servía el vino rojo, y de qué lado y en qué
           copa, y no como la montuna de Amaranta, que en paz descanse, que creía que el vino blanco se
           servía de día y el vino rojo do noche, y la única en todo el litoral que podía vanagloriarse de no
           haber  hecho  del cuerpo  sino  en  bacinillas  de  oro,  para  que  luego  el coronel Aureliano  Buendía,
           que en paz descanse, tuviera el atrevimiento do preguntar con su mala bilis de masón de dónde
           había merecido   ese  privilegio,  si  era que  olla  no  cagaba mierda,  sino  astromelias,  imagínense,
           con esas palabras, y para que Renata, su propia hija, que por indiscreción había visto sus aguas
           mayores   en  el dormitorio,  contestara  que  de  verdad  la  bacinilla  era  de  mucho  oro  y  de  mucha
           heráldica,  pero  que  lo  que  tenía dentro  era pura  mierda,  mierda física,  y peor  todavía que  las
           otras  porque  era mierda de  cachaca,  imagínese,  su  propia  hija,  de  modo  que  nunca se  había



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