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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
recibieron alborozados a Aureliano Segundo, quien volvió a tocar para ellos el acordeón asmático.
Pero el concierto no les llamó tanto la atención como las sesiones enciclopédicas, de modo que
otra vez volvieron a reunirse en el dormitorio de Memo, donde la imaginación de Aureliano
Segundo convirtió el dirigible en un elefante volador que buscaba un sitio para dormir entre las
nubes. En cierta ocasión encontró un hombre de a caballo que a pesar de su atuendo exótico
conservaba un aire familiar, y después de mucho examinarlo llegó a la conclusión de que era un
retrato del coronel Aureliano Buendía. Se lo mostró a Fernanda, y también ella admitió el
parecido del jinete no sólo con el coronel, sino con todos los miembros de la familia, aunque en
verdad era un guerrero tártaro. Así se le fue pasando el tiempo, entre el coloso de Rodas y los
encantadores de serpientes, hasta que su esposa le anunció que no quedaban más de seis kilos
de carne salada y un saco de arroz en el granero.
-¿Y ahora qué quieres que haga? -preguntó él.
-Yo no sé -contestó Fernanda-. Eso es asunto de hombres.
-Bueno -dijo Aureliano Segundo-, algo se hará cuando escampe.
Siguió más interesado en la enciclopedia que en el problema doméstico, aun cuando tuvo que
conformarse con una piltrafa y un poco de arroz en el almuerzo. «Ahora es imposible hacer nada
-decía-. No puede llover toda la vida.» Y mientras más largas le daba a las urgencias del granero,
más intensa se iba haciendo la indignación de Fernanda, hasta que sus protestas eventuales, sus
desahogos poco frecuentes, se desbordaron en un torrente incontenible, desatado, que empezó
una mañana como el monótono bordón de una guitarra, y que a medida que avanzaba el día fue
subiendo de tono, cada vez más rico, más espléndido. Aureliano Segundo no tuvo conciencia de
la cantaleta hasta el día siguiente, después del desayuno, cuando se sintió aturdido por un
abejorreo que era entonces más fluido y alto que el rumor de la lluvia, y era Fernanda que se
paseaba por toda la casa doliéndose de que la hubieran educado como una reina para terminar de
sirvienta en una casa de locos, con un marido holgazán, idólatra, libertino, que se acostaba boca
arriba a esperar que le llovieran panes del cielo, mientras ella se destroncaba los riñones tratando
de mantener a flote un hogar emparapetado con alfileres, donde había tanto que hacer, tanto que
soportar y corregir desde que amanecía Dios hasta la hora de acostarse, que llegaba a la cama
con los ojos llenos de polvo de vidrio y, sin embargo, nadie le había dicho nunca buenos días,
Fernanda, qué tal noche pasaste, Fernanda, ni le habían preguntado aunque fuera por cortesía
por qué estaba tan pálida ni por qué despertaba con esas ojeras de violeta, a pesar de que ella no
esperaba, por supuesto, que aquello saliera del resto de una familia que al fin y al cabo la había
tenido siempre como un estorbo, como el trapito de bajar la olla, como un monigote pintado en la
pared, y que siempre andaban desbarrando contra ella por los rincones, llamándola santurrona,
llamándola farisea, llamándola lagarta, y hasta Amaranta, que en paz descanse, había dicho de
viva voz que ella era de las que confundían el recto con las témporas, bendito sea Dios, qué
palabras, y ella había aguantado todo con resignación por las intenciones del Santo Padre, pero
no había podido soportar más cuando el malvado de José Arcadio Segundo dijo que la perdición
de la familia había sido abrirle las puertas a una cachaca, imagínese, una cachaca mandona,
válgame Dios, una cachaca hija de la mala saliva, de la misma índole de los cachacos que mandó
el gobierno a matar trabajadores, dígame usted, y se refería a nadie menos que a ella, la ahijada
del duque de Alba, una dama con tanta alcurnia que le revolvía el hígado a las esposas de los
presidentes, una fijodalga de sangre como ella que tenía derecho a firmar con once apellidos
peninsulares, y que era el único mortal en ese pueblo de bastardos que no se sentía
emberenjenado frente a dieciséis cubiertos, para que luego el adúltero do su marido dijera
muerto de risa que tantas cucharas y tenedores, y tantos cuchillos y cucharitas no era cosa de
cristianos, sino de ciempiés, y la única que podía determinar a ojos cerrados cuándo se servía el
vino blanco, y de qué lado y en qué copa, y cuándo se servía el vino rojo, y de qué lado y en qué
copa, y no como la montuna de Amaranta, que en paz descanse, que creía que el vino blanco se
servía de día y el vino rojo do noche, y la única en todo el litoral que podía vanagloriarse de no
haber hecho del cuerpo sino en bacinillas de oro, para que luego el coronel Aureliano Buendía,
que en paz descanse, tuviera el atrevimiento do preguntar con su mala bilis de masón de dónde
había merecido ese privilegio, si era que olla no cagaba mierda, sino astromelias, imagínense,
con esas palabras, y para que Renata, su propia hija, que por indiscreción había visto sus aguas
mayores en el dormitorio, contestara que de verdad la bacinilla era de mucho oro y de mucha
heráldica, pero que lo que tenía dentro era pura mierda, mierda física, y peor todavía que las
otras porque era mierda de cachaca, imagínese, su propia hija, de modo que nunca se había
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