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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              Al final de su grito ocurrió algo que no le produjo espanto, sino una especie de alucinación. El
           capitán dio la orden de fuego y catorce nidos de ametralladoras le respondieron en el acto. Pero
           todo  parecía una  farsa. Era como  si  las ametralladoras hubieran  estado  cargadas con  engañifas
           de  pirotecnia, porque    se escuchaba su     anhelante tableteo, y se veían       sus escupitajos
           incandescentes, pero no se percibía la más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre
           la  muchedumbre    compacta   que  parecía  petrificada  por  una  invulnerabilidad  instantánea.  De
           pronto, a un lado   de  la  estación, un grito  de  muerte  desgarró  el  encantamiento:  «Aaaay, mi
           madre.» Una fuerza sísmica, un aliento volcánico, un rugido de cataclismo, estallaron en el centro
           de la muchedumbre con una descomunal potencia expansiva. José Arcadio Segundo apenas tuvo
           tiempo  de  levantar  al  niño,  mientras  la  madre  con el  otro  era absorbida por  la  muchedumbre
           centrifugada por el pánico.
              Muchos años después, el    niño  había de  contar todavía, a pesar de  que los vecinos seguían
           creyéndolo un viejo chiflado, que José Arcadio Segundo lo levantó por encima de su cabeza, y se
           dejó  arrastrar, casi  en  el  aire, como  flotando  en  el  terror de  la  muchedumbre, hacia  una  calle
           adyacente.  La  posición  privilegiada  del niño  le  permitió  ver  que  en  ese  momento  la  masa
           desbocada empezaba a llegar    a la  esquina y la  fila  de  ametralladoras abrió  fuego.  Varias voces
           gritaron al mismo tiempo:
              -¡Tírense al suelo! ¡Tírense al suelo!
              Ya los  de  las  primeras  líneas  lo  habían hecho,  barridos  por  las  ráfagas  de  metralla.  Los
           sobrevivientes, en  vez  de  tirarse al  suelo, trataron  de  volver a  la  plazoleta,  y el  pánico dio en-
           tonces  un coletazo  de  dragón,  y los  mandó   en  una oleada compacta contra     la  otra  oleada
           compacta que se movía en sentido contrario, despedida por el otro coletazo de dragón de la calle
           opuesta,  donde  también las  ametralladoras  disparaban sin tregua.  Estaban acorralados,  girando
           en  un  torbellino  gigantesco  que  poco  a  poco  se  reducía  a  su  epicentro  porque  sus  bordes  iban
           siendo  sistemáticamente   recortados en   redondo, como    pelando una    cebolla, por las tijeras
           insaciables y metódicas de la metralla. El niño vio una mujer arrodillada, con los brazos en cruz,
           en un espacio limpio, misteriosamente vedado a la estampida. Allí lo puso José Arcadio Segundo,
           en  el  instante  de  derrumbarse  con la  cara  bañada en  sangre,  antes  de  que  el  tropel  colosal
           arrasara con el espacio vacío, con la mujer arrodillada, con la luz del alto cielo de sequía, y con el
           puto mundo donde Úrsula Iguarán había vendido tantos animalitos de caramelo.
              Cuando  José  Arcadio  Segundo  desperté  estaba boca  arriba en  las  tinieblas.  Se  dio  cuenta de
           que iba en un tren interminable y silencioso, y de que tenía el cabello apelmazado por la sangre
           seca y le dolían todos los huesos. Sintió un sueño insoportable. Dispuesto a dormir muchas horas,
           a salvo del terror y el horror, se acomodé del lado que menos le dolía, y sólo entonces descubrió
           que estaba acostado sobre los muertos. No había un espacio libre en el vagón, salvo el corredor
           central.  Debían  de  haber pasado  varias horas después de    la  masacre, porque   los cadáveres
           tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su misma consistencia de espuma petrificada,
           y quienes los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumos en el orden y el sentido en
           que  se  transportaban  los  racimos  de  banano.  Tratando  de  fugarse  de  la  pesadilla,  José  Arcadio
           Segundo   se  arrastró  de  un vagón a otro,  en  la  dirección  en  que  avanzaba el  tren,  y en  los
           relámpagos   que  estallaban por  entre  los  listones  de  madera  al  pasar  por  los  pueblos  dormidos
           veía  los muertos hombres, los muertos mujeres, los muertos niños, que iban      a ser arrojados al
           mar  como  el  banano  de  rechazo.  Solamente  reconoció  a una mujer  que  vendía  refrescos  en  la
           plaza y al coronel Gavilán, que todavía llevaba enrollado en la mano el cinturón con la hebilla de
           plata moreliana con que    trató  de  abrirse  camino  a través  del  pánico.  Cuando  llegó  al  primer
           vagón dio  un salto  en  la  oscuridad,  y se  quedó  tendido  en  la  zanja hasta que  el  tren  acabó  de
           pasar.  Era el  más  largo  que  había visto  nunca,  con casi  doscientos  vagones  de  carga,  y  una
           locomotora  en  cada extremo  y  una tercera en  el  centro.  No  llevaba ninguna luz,  ni  siquiera  las
           rojas y verdes lámparas de posición, y se deslizaba a una velocidad nocturna y sigilosa. Encima
           de los vagones se veían los bultos oscuros de los soldados con las ametralladoras emplazadas.
              Después  de  medianoche   se  precipité  un aguacero  torrencial.  José  Arcadio  Segundo  ignoraba
           dónde  había saltado,  pero  sabía que  caminando  en  sentido  contrario  al  del  tren  llegaría a Ma-
           condo.  Al  cabo  de  más  de  tres  horas  de  marcha,  empapado  hasta los  huesos,  con un dolor  de
           cabeza terrible, divisé las primeras casas a la luz del amanecer. Atraído por el olor del café, entró
           en una cocina donde una mujer con un niño en brazos estaba inclinada sobre el fogón.
              -Buenos -dijo exhausto-. Soy José Arcadio Segundo Buendía.





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