Page 121 - Cien Años de Soledad
P. 121
Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
XV
Los acontecimientos que habían de darle el golpe mortal a Macondo empezaban a vislumbrarse
cuando llevaron a la casa al hijo de Meme Buendía. La situación pública era entonces tan incierta,
que nadie tenía el espíritu dispuesto para ocuparse de escándalos privados, de modo que
Fernanda contó con un ambiente propicio para mantener al niño escondido como si no hubiera
existido nunca. Tuvo que recibirlo, porque las circunstancias en que se lo llevaron no hacían
posible el rechazo. Tuvo que soportarlo contra su voluntad por el resto de su vida, porque a la
hora de la verdad le faltó valor para cumplir la íntima determinación de ahogarlo en la alberca del
baño. Lo encerró en el antiguo taller del coronel Aureliano Buendía. A Santa Sofía de la Piedad
logró convencerla de que lo había encontrado flotando en una canastilla. Úrsula había de morir
sin conocer su origen. La pequeña Amaranta Úrsula, que entró una vez al taller cuando Fernanda
estaba alimentando al niño, también creyó en la versión de la canastilla flotante. Aureliano
Segundo, definitivamente distanciado de la esposa por la forma irracional en que ésta manejé la
tragedia de Meme, no supo de la existencia del nieto sino tres años después de que lo llevaron a
la casa, cuando el niño escapé al cautiverio por un descuido de Fernanda, y se asomé al corredor
por una fracción de segundo, desnudo y con los pelos enmarañados y con un impresionante sexo
de moco de pavo, como si no fuera una criatura humana sino la definición enciclopédica de un
antropófago.
Fernanda no contaba con aquella trastada de su incorregible destino. El niño fue como el
regreso de una vergüenza que ella creía haber desterrado para siempre de la casa. Apenas se ha-
bían llevado a Mauricio Babilonia con la espina dorsal fracturada, y ya había concebido Fernanda
hasta el detalle más ínfimo de un plan destinado a eliminar todo vestigio del oprobio. Sin
consultarlo con su marido, hizo al día siguiente su equipaje, metió en una maletita las tres mudas
que su hija podía necesitar, y fue a buscarla al dormitorio media hora antes de la llegada del tren.
-Vamos, Renata -le dijo.
No le dio ninguna explicación. Meme, por su parte, no la esperaba ni la quería. No sólo
ignoraba para dónde iban, sino que le habría dado igual si la hubieran llevado al matadero. No
había vuelto a hablar, ni lo haría en el resto de su vida, desde que oyó el disparo en el traspatio y
el simultáneo aullido de dolor de Mauricio Babilonia. Cuando su madre le ordenó salir del
dormitorio, no se peiné ni se lavé la cara, y subió al tren como un sonámbulo sin advertir siquiera
las mariposas amarillas que seguían acompañándola. Fernanda no supo nunca, ni se tomó el
trabajo de averiguarlo, si su silencio pétreo era una determinación de su voluntad, o si se había
quedado rauda por el impacto de la tragedia. Meme apenas se dio cuenta del viaje a través de la
antigua región encantada. No vio las umbrosas e interminables plantaciones de banano a ambos
lados de las líneas. No vio las casas blancas de los gringos, ni sus jardines aridecidos por el polvo
y el calor, ni las mujeres con pantalones cortos y camisas de rayas azules que jugaban barajas en
los pórticos. No vio las carretas de bueyes cargadas de racimos en los caminos polvorientos. No
vio las doncellas que saltaban como sábalos en los ríos transparentes para dejarles a los
pasajeros del tren la amargura de sus senos espléndidos, ni las barracas abigarradas y
miserables de los trabajadores donde revoloteaban las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia,
y en cuyos portales había niños verdes y escuálidos sentados en sus bacinillas, y mujeres
embarazadas que gritaban improperios al paso del tren. Aquella visión fugaz, que para ella era
una fiesta cuando regresaba del colegio, pasó por el corazón de Meme sin despabilarlo. No miró a
través de la ventanilla ni siquiera cuando se acabó la humedad ardiente de las plantaciones, y el
tren pasó por la llanura de amapolas donde estaba todavía el costillar carbonizado del galeón
español, y salió luego al mismo aire diáfano y al mismo roar espumoso y sucio donde casi un
siglo antes fracasaron las ilusiones de José Arcadio Buendía.
A las cinco de la tarde, cuando llegaron a la estación final de la ciénaga, descendió del tren
porque Fernanda lo hizo. Subieron a un cochecito que parecía un murciélago enorme, tirado por
un caballo asmático, y atravesaron la ciudad desolada, en cuyas calles interminables y cuarteadas
por el salitre, resonaba un ejercicio de piano igual al que escuchó Fernanda en las siestas de su
121