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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
Pronunció el nombre completo, letra por letra, para convencerse de que estaba vivo. Hizo bien,
porque la mujer había pensado que era una aparición al ver en la puerta la figura escuálida,
sombría, con la cabeza y la ropa sucias de sangre, y tocada por la solemnidad de la muerte. Lo
conocía. Llevó una manta para que se arropara mientras se secaba la ropa en el fogón, le calenté
agua para que se lavara la herida, que era sólo un desgarramiento de la piel, y le dio un pañal
limpio para que se vendara la cabeza. Luego le sirvió un pocillo de café, sin azúcar, como le
habían dicho que lo tomaban los Buendía, y abrió la ropa cerca del fuego.
José Arcadio Segundo no habló mientras no terminó de tomar el café.
-Debían ser como tres mil -murmuré.
-¿Qué?
-Los muertos -aclaró él-. Debían ser todos los que estaban en la estación.
La mujer lo midió con una mirada de lástima. «Aquí no ha habido muertos -dijo-. Desde los
tiempos de tu tío, el coronel, no ha pasado nada en Macondo.» En tres cocinas donde se detuvo
José Arcadio Segundo antes de llegar a la casa le dijeron lo mismo: «No hubo muertos.» Pasó por
la plazoleta de la estación, y vio las mesas de fritangas amontonadas una encima de otra, y
tampoco allí encontró rastro alguno de la masacre. Las calles estaban desiertas bajo la lluvia
tenaz y las casas cerradas, sin vestigios de vida interior. La única noticia humana era el primer
toque para misa. Llamó en la puerta de la casa del coronel Gavilán. Una mujer encinta, a quien
había visto muchas veces, le cerró la puerta en la cara. «Se fue -dijo asustada-. Volvió a su
tierra.» La entrada principal del gallinero alambrado estaba custodiada, como siempre, por dos
policías locales que parecían de piedra bajo la lluvia, con impermeables y cascos de hule. En su
callecita marginal, los negros antillanos cantaban a coro los salmos del sábado. José Arcadio
Segundo saltó la cerca del patio y entró en la casa por la cocina. Santa Sofía de la Piedad apenas
levantó la voz. «Que no te vea Fernanda -dijo-. Hace un rato se estaba levantando.» Como si
cumpliera un pacto implícito, llevó al hijo al cuarto de las bacinillas, le arregló el desvencijado
catre de Melquíades, y a las dos de la tarde, mientras Fernanda hacía la siesta, le pasó por la
ventana un plato de comida.
Aureliano Segundo había dormido en casa porque allí lo sorprendió la lluvia, y a las tres de la
tarde todavía seguía esperando que escampara. Informado en secreto por Santa Sofía de la
Piedad, a esa hora visitó a su hermano en el cuarto de Melquíades. Tampoco él creyó la versión
de la masacre ni la pesadilla del tren cargado de muertos que viajaba hacia el mar. La noche
anterior habían leído un bando nacional extraordinario, para informar que los obreros habían
obedecido la orden de evacuar la estación, y se dirigían a sus casas en caravanas pacíficas. El
bando informaba también que los dirigentes sindicales, con un elevado espíritu patriótico, habían
reducido sus peticiones a dos puntos: reforma de los servicios médicos y construcción de letrinas
en las viviendas. Se informé más tarde que cuando las autoridades militares obtuvieron el
acuerdo de los trabajadores, se apresuraron a comunicárselo al señor Brown, y que éste no sólo
había aceptado las nuevas condiciones, sino que ofreció pagar tres días de jolgorios públicos para
celebrar el término del conflicto. Sólo que cuando los militares le preguntaron para qué fecha
podía anunciarse la firma del acuerdo, él miró a través de la ventana del cielo rayado de
relámpagos, e hizo un profundo gesto de incertidumbre.
-Será cuando escampe -dijo-. Mientras dure la lluvia, suspendemos toda clase de actividades.
No llovía desde hacia tres meses y era tiempo de sequía. Pero cuando el señor Brown anuncié
su decisión se precipité en toda la zona bananera el aguacero torrencial que sorprendió a José
Arcadio Segundo en el camino de Macondo. Una semana después seguía lloviendo. La versión
oficial, mil veces repetida y machacada en todo el país por cuanto medio de divulgación encontró
el gobierno a su alcance, terminó por imponerse: no hubo muertos, los trabajadores satisfechos
habían vuelto con sus familias, y la compañía bananera suspendía actividades mientras pasaba la
lluvia. La ley marcial continuaba, en previsión de que fuera necesario aplicar medidas de
emergencia para la calamidad pública del aguacero interminable, pero la tropa estaba
acuartelada. Durante el día los militares andaban por los torrentes de las calles, con los
pantalones enrollados a media pierna, jugando a los naufragios con los niños. En la noche,
después del toque de queda, derribaban puertas a culatazos, sacaban a los sospechosos de sus
camas y se los llevaban a un viaje sin regreso. Era todavía la búsqueda y el exterminio de los
malhechores, asesinos, incendiarios y revoltosos del Decreto Número Cuatro, pero los militares lo
negaban a los propios parientes de sus víctimas, que desbordaban la oficina de los comandantes
en busca de noticias. «Seguro que fue un sueño -insistían los oficiales-. En Macondo no ha
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