Page 127 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              Pronunció el nombre completo, letra por letra, para convencerse de que estaba vivo. Hizo bien,
           porque  la  mujer  había pensado  que  era una aparición al  ver  en  la  puerta la  figura  escuálida,
           sombría, con la cabeza y la ropa sucias de sangre, y tocada por la solemnidad de la muerte. Lo
           conocía. Llevó una manta para que se arropara mientras se secaba la ropa en el fogón, le calenté
           agua para  que  se  lavara  la  herida,  que  era sólo  un desgarramiento  de  la  piel,  y le  dio  un pañal
           limpio  para  que  se  vendara  la  cabeza.  Luego  le  sirvió  un  pocillo  de  café,  sin  azúcar,  como  le
           habían dicho que lo tomaban los Buendía, y abrió la ropa cerca del fuego.
              José Arcadio Segundo no habló mientras no terminó de tomar el café.
              -Debían ser como tres mil -murmuré.
              -¿Qué?
              -Los muertos -aclaró él-. Debían ser todos los que estaban en la estación.
              La  mujer  lo  midió  con una mirada de  lástima.  «Aquí  no  ha habido  muertos  -dijo-.  Desde  los
           tiempos de tu tío, el coronel, no ha pasado nada en Macondo.» En tres cocinas donde se detuvo
           José Arcadio Segundo antes de llegar a la casa le dijeron lo mismo: «No hubo muertos.» Pasó por
           la  plazoleta de  la  estación, y vio las mesas de  fritangas amontonadas una   encima   de  otra, y
           tampoco   allí encontró  rastro  alguno  de  la  masacre.  Las  calles  estaban  desiertas  bajo  la  lluvia
           tenaz  y las casas cerradas, sin  vestigios de  vida  interior. La única noticia humana era el  primer
           toque para misa. Llamó en la puerta de la casa del coronel Gavilán. Una mujer encinta, a quien
           había visto muchas veces, le    cerró la  puerta  en  la  cara. «Se fue -dijo asustada-.  Volvió  a su
           tierra.»  La  entrada  principal del gallinero  alambrado  estaba  custodiada,  como  siempre,  por  dos
           policías locales que parecían de piedra bajo la lluvia, con impermeables y cascos de hule. En su
           callecita  marginal,  los  negros  antillanos  cantaban  a  coro  los  salmos  del sábado.  José  Arcadio
           Segundo saltó la cerca del patio y entró en la casa por la cocina. Santa Sofía de la Piedad apenas
           levantó  la  voz.  «Que  no  te  vea Fernanda -dijo-.  Hace  un rato  se  estaba levantando.»  Como  si
           cumpliera  un  pacto  implícito,  llevó  al hijo  al cuarto  de  las  bacinillas,  le  arregló  el  desvencijado
           catre  de  Melquíades,  y a las  dos  de  la  tarde,  mientras  Fernanda hacía la  siesta,  le  pasó  por  la
           ventana un plato de comida.
              Aureliano Segundo había dormido en casa porque allí lo sorprendió la lluvia, y a las tres de la
           tarde  todavía seguía  esperando  que  escampara.   Informado   en  secreto  por  Santa Sofía de  la
           Piedad, a esa hora visitó a su hermano en el cuarto de Melquíades. Tampoco él creyó la versión
           de  la  masacre  ni la  pesadilla  del tren  cargado  de  muertos  que  viajaba  hacia  el mar.  La  noche
           anterior  habían leído  un bando  nacional  extraordinario,  para  informar  que  los  obreros  habían
           obedecido la  orden  de  evacuar la  estación, y se dirigían  a sus casas en  caravanas pacíficas. El
           bando informaba también que los dirigentes sindicales, con un elevado espíritu patriótico, habían
           reducido sus peticiones a dos puntos: reforma de los servicios médicos y construcción de letrinas
           en  las  viviendas.  Se  informé  más  tarde  que  cuando  las  autoridades  militares  obtuvieron  el
           acuerdo de los trabajadores, se apresuraron a comunicárselo al señor Brown, y que éste no sólo
           había aceptado las nuevas condiciones, sino que ofreció pagar tres días de jolgorios públicos para
           celebrar  el término  del conflicto.  Sólo  que  cuando  los  militares  le  preguntaron  para  qué  fecha
           podía anunciarse   la  firma del  acuerdo,  él  miró  a través  de  la  ventana del  cielo  rayado  de
           relámpagos, e hizo un profundo gesto de incertidumbre.
              -Será cuando escampe -dijo-. Mientras dure la lluvia, suspendemos toda clase de actividades.
              No llovía desde hacia tres meses y era tiempo de sequía. Pero cuando el señor Brown anuncié
           su  decisión  se  precipité  en  toda la  zona bananera  el  aguacero  torrencial  que  sorprendió  a José
           Arcadio Segundo en    el  camino  de  Macondo. Una semana    después seguía   lloviendo. La versión
           oficial, mil veces repetida y machacada en todo el país por cuanto medio de divulgación encontró
           el gobierno a su alcance, terminó por imponerse: no hubo muertos, los trabajadores satisfechos
           habían vuelto con sus familias, y la compañía bananera suspendía actividades mientras pasaba la
           lluvia.  La  ley  marcial continuaba,  en  previsión  de  que  fuera  necesario  aplicar  medidas  de
           emergencia   para   la  calamidad pública del    aguacero   interminable,   pero  la  tropa estaba
           acuartelada.  Durante  el día  los  militares  andaban  por  los  torrentes  de  las  calles,  con  los
           pantalones  enrollados  a media pierna,   jugando  a los  naufragios  con los  niños.  En  la  noche,
           después  del  toque  de  queda,  derribaban puertas  a culatazos,  sacaban a los  sospechosos  de  sus
           camas  y se  los  llevaban a un viaje  sin regreso.  Era todavía la  búsqueda y el  exterminio  de  los
           malhechores, asesinos, incendiarios y revoltosos del Decreto Número Cuatro, pero los militares lo
           negaban a los propios parientes de sus víctimas, que desbordaban la oficina de los comandantes
           en  busca  de  noticias.  «Seguro  que  fue  un sueño  -insistían los  oficiales-.  En  Macondo  no  ha



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