Page 128 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           pasado  nada,  ni  está pasando  ni  pasará  nunca.  Este  es  un pueblo  feliz.»  Así  consumaron  el
           exterminio de los jefes sindicales.
              El único sobreviviente fue José Arcadio Segundo. Una noche de febrero se oyeron en la puerta
           los  golpes  inconfundibles  de  las  culatas.  Aureliano  Segundo,  que  seguía  esperando  que  es-
           campara   para  salir,  les  abrió  a  seis  soldados  al mando  de  un  oficial.  Empapados  de  lluvia,  sin
           pronunciar  una palabra,  registraron la  casa  cuarto  por  cuarto,  armario  por  armario,  desde  las
           salas hasta el  granero. Úrsula  despertó  cuando  encendieron  la  luz  del  aposento, y no  exhalé  un
           suspiro mientras duró la requisa, pero mantuvo los dedos en cruz, moviéndolos hacia donde los
           soldados  se  movían. Santa Sofía de   la Piedad alcanzó  a prevenir  a José  Arcadio  Segundo  que
           dormía en el cuarto de Melquíades, pero él comprendió que era demasiado tarde para intentar la
           fuga. De modo que Santa Sofía de la Piedad volvió a cerrar la puerta, y él se puso la camisa y los
           zapatos,  y se  sentó  en  el  catre  a esperar  que  llegaran.  En  ese  momento  estaban requisando  el
           taller de orfebrería. El oficial había hecho abrir el candado, y con una rápida barrida de la linterna
           había visto el  mesón  de  trabajo y la  vidriera con  los frascos de  ácidos y los instrumentos que
           seguían en el mismo lugar en que los dejó su dueño, y pareció comprender que en aquel cuarto
           no vivía nadie. Sin embargo, le preguntó astutamente a Aureliano Segundo si era platero, y él le
           explicó  que  aquel había  sido  el taller  del coronel Aureliano  Buendía,  «Ajá»,  hizo  el oficial,  y
           encendió  la  luz y  ordenó  una requisa tan minuciosa,   que  no  se  les  escaparon los  dieciocho
           pescaditos de oro que se habían quedado sin fundir y que estaban escondidos detrás de los fras-
           cos en el tarro de lata. El oficial los examinó uno por uno en el mesón de trabajo y entonces se
           humanizó   por  completo.  «Quisiera llevarme  uno,  si  usted me  lo  permite  -dijo-.  En  un tiempo
           fueron una clave de subversión, pero ahora son una reliquia.» Era joven, casi un adolescente, sin
           ningún signo  de  timidez,  y  con una simpatía  natural  que  no  se  le  había notado  hasta entonces.
           Aureliano Segundo le regaló el pescadito. El oficial se lo guardó en el bolsillo de la camisa, con un
           brillo infantil en los ojos, y echó los otros en el tarro para ponerlos donde estaban.
              -Es  un  recuerdo  invaluable  -dijo-.  El coronel Aureliano  Buendía  fue  uno  de  nuestros  más
           grandes hombres.
              Sin embargo, el golpe de humanización no modificó su conducta profesional. Frente al cuarto
           de  Melquíades,  que  estaba otra  vez con candado,  Santa Sofía de  la  Piedad acudió  a una última
           esperanza. «Hace como un siglo que no vive nadie en ese aposento», dijo. El oficial lo hizo abrir,
           lo  recorrió  con  el haz  de  la  linterna,  y  Aureliano  Segundo  y  Santa  Sofía  de  la  Piedad  vieron  los
           ojos árabes de José Arcadio Segundo en el momento en que pasó por su cara la ráfaga de luz, y
           comprendieron que aquel era el fin de una ansiedad y el principio de otra que sólo encontraría un
           alivio  en  la  resignación.  Pero  el oficial siguió  examinando  la  habitación  con  la  linterna,  y  no  dio
           ninguna señal de interés mientras no descubrió las setenta y dos bacinillas apelotonadas en los
           armarios. Entonces encendió la luz. José Arcadio Segundo estaba sentado en el borde del catre,
           listo para salir, más solemne y pensativo que nunca. Al fondo estaban los anaqueles con los libros
           descosidos, los rollos de pergaminos, y la mesa de trabajo limpia y ordenada, y todavía fresca la
           tinta en los tinteros. Había la misma pureza en el aire, la misma diafanidad, el mismo privilegio
           contra  el polvo  y  la  destrucción  que  conoció  Aureliano  Segundo  en  la  infancia,  y  que  sólo  el
           coronel Aureliano Buendía no pudo percibir. Pero el oficial no se interesó sino en las bacinillas.
              -¿Cuántas personas viven en esta casa? -preguntó.
              -Cinco.
              El  oficial,  evidentemente, no  entendió. Detuvo la   mirada  en  el  espacio donde Aureliano
           Segundo   y Santa Sofía de  la  Piedad seguían viendo  a José  Arcadio  Segundo,  y también éste  se
           dio  cuenta  de  que  el militar  lo  estaba  mirando  sin  verlo.  Luego  apagó  la  luz  y  ajusté  la  puerta.
           Cuando les habló a los soldados, entendió Aureliano Segundo que el joven militar había visto el
           cuarto con los mismos ojos con que lo vio el coronel Aureliano Buendía.
              -Es verdad  que nadie ha  estado  en  ese cuarto  por lo  menos en  un  siglo -dijo el  oficial  a  los
           soldados-. Ahí debe haber hasta culebras.
              Al  cerrarse  la  puerta,  José  Arcadio  Segundo  tuvo  la  certidumbre  de  que  su  guerra  había
           terminado.  Años  antes,  el  coronel  Aureliano  Buendía le  había hablado  de  la  fascinación  de  la
           guerra  y había tratado     de  demostrarla con ejemplos      incontables  sacados   de  su  propia
           experiencia. Él le había creído. Pero la noche en que los militares lo miraron sin verlo, mientras
           pensaba en la tensión de los últimos meses, en la miseria de la cárcel, en el pánico de la estación
           y en  el  tren  cargado  de  muertos,  José  Arcadio  Segundo  llegó  a la  conclusión  de  que  el  coronel
           Aureliano Buendía no fue más que un farsante o un imbécil. No entendía que hubiera necesitado



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