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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           de la obediencia ciega y el sentido del honor. Ursula los oyó pasar desde su lecho de tinieblas y
           levantó la mano con los dedos en cruz. Santa Sofía de la Piedad existió por un instante, inclinada
           sobre el mantel bordado que acababa de planchar, y pensó en su hijo, José Arcadio Segundo, que
           vio pasar sin inmutarse los últimos soldados por la puerta del Hotel de Jacob.
              La ley marcial facultaba al ejército para asumir funciones de árbitro de la controversia, pero no
           se  hizo  ninguna  tentativa  de  conciliación.  Tan  pronto  como  se  exhibieron  en  Macondo,  los
           soldados pusieron a un lado los fusiles, cortaron y embarcaron el banano y movilizaron los trenes.
           Los trabajadores, que hasta entonces se habían conformado con esperar, se echaron al monte sin
           más armas que sus machetes de labor, y empezaron a sabotear el sabotaje. Incendiaron fincas y
           comisariatos,  destruyeron los  rieles  para  impedir  el  tránsito  de  los  trenes  que  empezaban a
           abrirse paso con fuego de ametralladoras, y cortaron los alambres del telégrafo y el teléfono. Las
           acequias se tiñeron de sangre. El señor Brown, que estaba vivo en el gallinero electrificado, fue
           sacado  de  Macondo  con  su  familia  y  las  de  otros  compatriotas  suyos,  y  conducidos  a  territorio
           seguro bajo la protección del ejército. La situación amenazaba con evolucionar hacia una guerra
           civil  desigual  y sangrienta,  cuando  las  autoridades  hicieron  un llamado  a los  trabajadores  para
           que se concentraran en Macondo. El llamado anunciaba que el Jefe Civil y Militar de la provincia
           llegaría el viernes siguiente, dispuesto a interceder en el conflicto.
              José Arcadio Segundo estaba entre la muchedumbre que se concentré en la estación desde la
           mañana del   viernes.  Había participado  en  una reunión  de  los  dirigentes  sindicales  y  había sido
           comisionado junto con el coronel Gavilán para confundirse con la multitud y orientarla según las
           circunstancias. No se sentía bien, y amasaba una pasta salitrosa en el paladar, desde que advirtió
           que  el  ejército  había emplazado  nidos  de  ametralladoras  alrededor  de  la  plazoleta,  y que  la
           ciudad  alambrada  de  la  compañía  bananera  estaba  protegida  con  piezas  de  artillería.  Hacia  las
           doce, esperando un tren que no llegaba, más de tres mil personas, entre trabajadores, mujeres y
           niños,  habían desbordado   el  espacio  descubierto  frente  a la  estación  y se  apretujaban en  las
           calles adyacentes que el ejército cerró con filas de ametralladoras. Aquello parecía entonces, más
           que una recepción, una feria jubilosa. Habían trasladado los puestos de fritangas y las tiendas de
           bebidas  de  la  calle  de  los  Turcos,  y la  gente  soportaba con muy buen  ánimo  el  fastidio  de  la
           espera  y el  sol  abrasante.  Un poco  antes  de  las  tres  corrió  el  rumor  de  que  el  tren  oficial  no
           llegaría hasta el  día siguiente.  La  muchedumbre  cansada exhalé   un suspiro  de  desaliento.  Un
           teniente  del  ejército  se  subió  entonces  en  el  techo  de  la  estación,  donde  había cuatro  nidos  de
           ametralladoras enfiladas hacia la multitud, y se dio un toque de silencio. Al lado de José Arcadio
           Segundo   estaba una mujer    descalza,  muy  gorda,  con dos  niños  de  unos  cuatro  y  siete  años.
           Cargó al menor, y le pidió a José Arcadio Segundo, sin conocerlo, que levantara al otro para que
           oyera mejor  lo  que  iban a decir.  José  Arcadio  Segundo  se  acaballó  al  niño  en  la  nuca. Muchos
           años después, ese niño había de seguir contando, sin que nadie se lo creyera, que había visto al
           teniente leyendo con una bocina de gramófono el Decreto Número 4 del Jefe Civil y Militar de la
           provincia.  Estaba  firmado por el  general  Carlos Cortés Vargas, y por su   secretario, el  mayor
           Enrique García Isaza, y en tres artículos de ochenta palabras declaraba a los huelguistas cuadrilla
           de malhechores y facultaba al ejército para matarlos a bala.
              Leído el decreto, en medio de una ensordecedora rechifla de protesta, un capitán sustituyó al
           teniente  en  el  techo  de  la  estación,  y con la  bocina de  gramófono  hizo  señas  de  que  quería
           hablar. La muchedumbre volvió a guardar silencio.
              -Señoras  y  señores  -dijo  el  capitán con una voz baja,  lenta,  un poco  cansada-,  tienen  cinco
           minutos para retirarse.
              La  rechifla  y  los  gritos  redoblados  ahogaron  el  toque  de  clarín  que  anuncié  el  principio  del
           plazo. Nadie se movió.
              -Han pasado cinco minutos -dijo el capitán en el mismo tono-. Un minuto más y se hará fuego.
              José Arcadio Segundo, sudando hielo, se bajó     al  niño  de  los hombros y se lo  entregó a la
           mujer. «Estos cabrones son   capaces de   disparar»,  murmuró ella. José Arcadio Segundo no    tuvo
           tiempo  de  hablar,  porque  al  instante  reconoció  la  voz ronca del  coronel  Gavilán haciéndoles  eco
           con un grito a las palabras de la mujer. Embriagado por la tensión, por la maravillosa profundidad
           del  silencio  y,  además,  convencido  de  que  nada haría mover  a aquella  muchedumbre  pasmada
           por la fascinación de la muerte, José Arcadio Segundo se empiné por encima de las cabezas que
           tenía enfrente, y por primera vez en su vida levantó la voz.
              -¡Cabrones! -gritó-. Les regalamos el minuto que falta.





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