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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez




                                                           XVI



              Llovió cuatro años, once meses y dos días. Hubo épocas de llovizna en que todo el mundo se
           puso sus ropas de pontifical y se compuso una cara de convaleciente para celebrar la escampada,
           pero  pronto  se  acostumbraron a interpretar  las  pausas  como  anuncios  de  recrudecimiento.  Se
           desempedraba    el  cielo en  unas tempestades de  estropicio, y el  norte mandaba  unos huracanes
           que desportillaron techos y derribaron paredes, y desenterraron de raíz las últimas cepas de las
           plantaciones.  Como  ocurrió  durante  la  peste  del  insomnio,  que  Úrsula  se  dio  a recordar  por
           aquellos días, la propia calamidad iba inspirando defensas contra el tedio. Aureliano Segundo fue
           uno  de  los  que  más  hicieron  para  no  dejarse  vencer  por  la  ociosidad.  Había ido  a la  casa  por
           algún asunto  casual  la  noche  en  que  el  señor  Brown convocó  la  tormenta,  y  Fernanda traté  de
           auxiliarlo con un paraguas medio desvarillado que encontré en un armario. «No hace falta -dijo
           él-.  Me  quedo aquí  hasta  que escampe.»  No era,  por supuesto, un  compromiso ineludible, pero
           estuvo  a punto  de  cumplirlo  al  pie  de  la  letra.  Como  su  ropa estaba en  casa  de  Petra Cotes,  se
           quitaba cada tres días la que llevaba puesta, y esperaba en calzoncillos mientras la lavaban. Para
           no  aburrirse, se entregó a la  tarea de  componer los numerosos desperfectos de    la  casa. Ajusté
           bisagras,  aceité  cerraduras,  atornillé  aldabas  y  nivelé  fallebas.  Durante  varios  meses  se  le  vio
           vagar  con una caja de   herramientas   que  debieron  olvidar  los  gitanos  en  los  tiempos  de  José
           Arcadio  Buendía,  y nadie  supo  si  fue  por  la  gimnasia  involuntaria,  por  el  tedio  invernal  o  por  la
           abstinencia obligada, que la panza se le fue desinflando poco a poco como un pellejo, y la cara de
           tortuga beatífica se le hizo menos sanguínea y menos protuberante la papada, hasta que todo él
           terminé  por  ser  menos  paquidérmico  y pudo  amarrarse   otra  vez los  cordones  de  los  zapatos.
           Viéndolo montar picaportes y desconectar relojes, Fernanda se preguntó si no estaría incurriendo
           también en el vicio de hacer para deshacer, como el coronel Aureliano Buendía con los pescaditos
           de  oro, Amaranta con   los botones y la   mortaja, José Arcadio Segundo con     los pergaminos y
           Úrsula con los recuerdos. Pero no era cierto. Lo malo era que la lluvia lo trastornaba todo, y las
           máquinas más áridas echaban flores por entre los engranajes si no se les aceitaba cada tres días,
           y se  oxidaban los hilos de   los brocados  y le  nacían algas de   azafrán a la  ropa mojada. La
           atmósfera era tan húmeda que     los  peces  hubieran podido  entrar  por  las  puertas  y salir  por  las
           ventanas, navegando en el aire de los aposentos. Una mañana despertó Úrsula sintiendo que se
           acababa en   un soponcio  de  placidez,  y ya había pedido  que  le  llevaran al  padre  Antonio  Isabel,
           aunque   fuera en  andas, cuando    Santa Sofía de    la  Piedad descubrió   que  tenía la  espalda
           adoquinada de   sanguijuelas.  Se  las  desprendieron una por  una,  achicharrándolas  con tizones,
           antes de que terminaran de desangraría. Fue necesario excavar canales para desaguar la casa, y
           desembarazarla de sapos y caracoles, de modo que pudieran secarse los pisos, quitar los ladrillos
           de las patas de las camas y caminar otra vez con zapatos. Entretenido con las múltiples minucias
           que  reclamaban su   atención,  Aureliano  Segundo  no  se  dio  cuenta de  que  se  estaba volviendo
           viejo, hasta  una  tarde en  que se encontró contemplando       el  atardecer prematuro desde un
           mecedor, y pensando en Petra Cotes sin estremecerse. No habría tenido ningún inconveniente en
           regresar  al  amor  insípido  de  Fernanda,  cuya belleza se  había reposado  con la  madurez,  pero  la
           lluvia lo  había puesto  a salvo  de  toda emergencia  pasional,  y le  había infundido  la  serenidad
           esponjosa de la inapetencia. Se divirtió pensando en las cosas que hubiera podido hacer en otro
           tiempo  con aquella  lluvia que  ya iba para  un año.  Había sido  uno  de  los  primeros  que  llevaron
           láminas de cinc a Macondo, mucho antes de que la compañía bananera las pusiera de moda, sólo
           por  techar  con ellas  el  dormitorio  de  Petra Cates  y solazarse  con la  impresión de  intimidad pro-
           funda que en aquella época le producía la crepitación de la lluvia, Pero hasta esos recuerdos locos
           de su juventud estrafalaria lo dejaban impávido, como si en la última parranda hubiera agotado
           sus cuotas de salacidad, y sólo le hubiera quedado el premio maravilloso de poder evocarías sin
           amargura   ni  arrepentimientos.  Hubiera podido    pensarse   que  el  diluvio  le  había dado  la
           oportunidad de   sentarse  a reflexionar,  y que  el  trajín  de  los  alicates  y las  alcuzas  le  había
           despertado la añoranza tardía de tantos oficios útiles como hubiera podido hacer y no hizo en la
           vida, pero ni lo uno ni lo otro era cierto, porque la tentación de sedentarismo y domesticidad que




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