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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
adolescencia. Se embarcaron en un buque fluvial, cuya rueda de madera hacía un ruido de
conflagración, y cuyas láminas de hierro carcomidas por el óxido reverberaban como la boca de
un horno. Meme se encerró en el camarote. Dos veces al día dejaba Fernanda un plato de comida
junto a la cama, y dos veces al día se lo llevaba intacto, no porque Meme hubiera resuelto
morirse de hambre, sino porque le repugnaba el solo olor de los alimentos y su estómago
expulsaba hasta el agua. Ni ella misma sabía entonces que su fertilidad había burlado a los
vapores de mostaza, así como Fernanda no lo supo hasta casi un año después, cuando le llevaron
al niño. En el camarote sofocante, trastornada por la vibración de las paredes de hierro y por el
tufo insoportable del cieno removido por la rueda del buque, Meme perdió la cuenta de los días.
Había pasado mucho tiempo cuando vio la última mariposa amarilla destrozándose en las aspas
del ventilador y admitió como una verdad irremediable que Mauricio Babilonia había muerto. Sin
embargo, no se dejó vencer por la resignación. Seguía pensando en él durante la penosa travesía
a lomo de mula por el páramo alucinante donde se perdió Aureliano Segundo cuando buscaba a la
mujer más hermosa que se había dado sobre la tierra, y cuando remontaron la cordillera por
caminos de indios, y entraron a la ciudad lúgubre en cuyos vericuetos de piedra resonaban los
bronces funerarios de treinta y dos iglesias. Esa noche durmieron en la abandonada mansión co-
lonial, sobre los tablones que Fernanda puso en el suelo de un aposento invadido por la maleza, y
arropadas con piltrafas de cortinas que arrancaron de las ventanas y que se desmigaban a cada
vuelta del cuerpo. Meme supo dónde estaban, porque en el espanto del insomnio vio pasar al
caballero vestido de negro que en una distante víspera de Navidad llevaron a la casa dentro de un
cofre de plomo. Al día siguiente, después de misa, Fernanda la condujo a un edificio sombrío que
Meme reconoció de inmediato por las evocaciones que su madre solía hacer del convento donde
la educaron para reina, y entonces comprendió que había llegado al término del viaje. Mientras
Fernanda hablaba con alguien en el despacho contiguo, ella se quedó en un salón ajedrezado con
grandes óleos de arzobispos coloniales, temblando de frío, porque llevaba todavía un traje de
etamina con florecitas negras y los duros borceguíes hinchados por el hielo del páramo. Estaba de
pie en el centro del salón, pensando en Mauricio Babilonia bajo el chorro amarillo de los vitrales,
cuando salió del despacho una novicia muy bella que llevaba su maletita con las tres mudas de
ropa. Al pasar junto a Meme le tendió la mano sin detenerse.
-Vamos, Renata -le dijo.
Meme le tomó la mano y se dejé llevar. La última vez que Fernanda la vio, tratando de igualar
su paso con el de la novicia, acababa de cerrarse detrás de ella el rastrillo de hierro de la
clausura. Todavía pensaba en Mauricio Babilonia, en su olor de aceite y su ámbito de mariposas,
y seguiría pensando en él todos los días de su vida, hasta la remota madrugada de otoño en que
muriera de vejez, con sus nombres cambiados y sin haber dicho nunca una palabra, en un
tenebroso hospital de Cracovia.
Fernanda regresé a Macondo en un tren protegido por policías armados. Durante el viaje
advirtió la tensión de los pasajeros, los aprestos militares en los pueblos de la línea y el aire
enrarecido por la certidumbre de que algo grave iba a suceder, pero careció de información
mientras no llegó a Macondo y le contaron que José Arcadio Segundo estaba incitando a la huelga
a los trabajadores de la compañía bananera. «Esto es lo último que nos faltaba -se dijo Fernanda-
. Un anarquista en la familia.» La huelga estalló dos semanas después y no tuvo las
consecuencias dramáticas que se temían. Los obreros aspiraban a que no se les obligara a cortar
y embarcar banano los domingos, y la petición pareció tan justa que hasta el padre Antonio
Isabel intercedió en favor de ella porque la encontró de acuerdo con la ley de Dios. El triunfo de
la acción, así como de otras que se promovieron en los meses siguientes, sacó del anonimato al
descolorido José Arcadio Segundo, de quien solía decirse que sólo había servido para llenar el
pueblo de putas francesas. Con la misma decisión impulsiva con que rematé sus gallos de pelea
para establecer una empresa de navegación desatinada, había renunciado al cargo de capataz de
cuadrilla de la compañía bananera y tomó el partido de los trabajadores. Muy pronto se le señaló
como agente de una conspiración internacional contra el orden público. Una noche, en el curso de
una semana oscurecida por rumores sombríos, escapé de milagro a cuatro tiros de revólver que
le hizo un desconocido cuando salía de una reunión secreta. Fue tan tensa la atmósfera de los
meses siguientes, que hasta Úrsula la percibió en su rincón de tinieblas, y tuvo la impresión de
estar viviendo de nuevo los tiempos azarosos en que su hijo Aureliano cargaba en el bolsillo los
glóbulos homeopáticos de la subversión. Trató de hablar con José Arcadio Segundo para enterarlo
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