Page 122 - Cien Años de Soledad
P. 122

Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           adolescencia.  Se  embarcaron   en  un buque   fluvial,  cuya  rueda de  madera  hacía un ruido  de
           conflagración,  y cuyas láminas de  hierro carcomidas por el  óxido reverberaban  como   la  boca de
           un horno. Meme se encerró en el camarote. Dos veces al día dejaba Fernanda un plato de comida
           junto a la  cama, y dos veces al    día se lo  llevaba  intacto, no  porque  Meme  hubiera resuelto
           morirse  de  hambre,  sino  porque  le  repugnaba el  solo  olor  de  los  alimentos  y su  estómago
           expulsaba  hasta  el agua.  Ni ella  misma  sabía  entonces  que  su  fertilidad  había  burlado  a  los
           vapores de mostaza, así como Fernanda no lo supo hasta casi un año después, cuando le llevaron
           al niño. En el camarote sofocante, trastornada por la vibración de las paredes de hierro y por el
           tufo insoportable del cieno removido por la rueda del buque, Meme perdió la cuenta de los días.
           Había pasado mucho tiempo cuando vio la última mariposa amarilla destrozándose en las aspas
           del ventilador y admitió como una verdad irremediable que Mauricio Babilonia había muerto. Sin
           embargo, no se dejó vencer por la resignación. Seguía pensando en él durante la penosa travesía
           a lomo de mula por el páramo alucinante donde se perdió Aureliano Segundo cuando buscaba a la
           mujer  más  hermosa   que  se  había  dado  sobre  la  tierra,  y  cuando  remontaron  la  cordillera  por
           caminos  de  indios,  y entraron  a la  ciudad lúgubre  en  cuyos  vericuetos  de  piedra  resonaban los
           bronces funerarios de treinta y dos iglesias. Esa noche durmieron en la abandonada mansión co-
           lonial, sobre los tablones que Fernanda puso en el suelo de un aposento invadido por la maleza, y
           arropadas con piltrafas de cortinas que arrancaron de las ventanas y que se desmigaban a cada
           vuelta del  cuerpo.  Meme  supo  dónde  estaban,  porque  en  el  espanto  del  insomnio  vio  pasar  al
           caballero vestido de negro que en una distante víspera de Navidad llevaron a la casa dentro de un
           cofre de plomo. Al día siguiente, después de misa, Fernanda la condujo a un edificio sombrío que
           Meme reconoció de inmediato por las evocaciones que su madre solía hacer del convento donde
           la  educaron  para  reina,  y entonces  comprendió  que  había llegado  al  término  del  viaje.  Mientras
           Fernanda hablaba con alguien en el despacho contiguo, ella se quedó en un salón ajedrezado con
           grandes  óleos  de  arzobispos  coloniales,  temblando  de  frío,  porque  llevaba todavía un traje  de
           etamina con florecitas negras y los duros borceguíes hinchados por el hielo del páramo. Estaba de
           pie en el centro del salón, pensando en Mauricio Babilonia bajo el chorro amarillo de los vitrales,
           cuando salió del despacho una novicia muy bella que llevaba su maletita con las tres mudas de
           ropa. Al pasar junto a Meme le tendió la mano sin detenerse.
              -Vamos, Renata -le dijo.
              Meme le tomó la mano y se dejé llevar. La última vez que Fernanda la vio, tratando de igualar
           su  paso  con  el de  la  novicia,  acababa  de  cerrarse  detrás  de  ella  el rastrillo  de  hierro  de  la
           clausura. Todavía pensaba en Mauricio Babilonia, en su olor de aceite y su ámbito de mariposas,
           y seguiría pensando en él todos los días de su vida, hasta la remota madrugada de otoño en que
           muriera de   vejez,  con sus  nombres  cambiados   y  sin haber  dicho  nunca una palabra,   en  un
           tenebroso hospital de Cracovia.
              Fernanda  regresé a   Macondo en   un  tren  protegido por policías armados. Durante el    viaje
           advirtió  la  tensión  de  los  pasajeros,  los  aprestos  militares  en  los  pueblos  de  la  línea  y  el aire
           enrarecido  por  la  certidumbre  de  que  algo  grave  iba a suceder,  pero  careció  de  información
           mientras no llegó a Macondo y le contaron que José Arcadio Segundo estaba incitando a la huelga
           a los trabajadores de la compañía bananera. «Esto es lo último que nos faltaba -se dijo Fernanda-
           .  Un  anarquista  en  la  familia.»  La  huelga  estalló  dos  semanas  después   y  no  tuvo  las
           consecuencias dramáticas que se temían. Los obreros aspiraban a que no se les obligara a cortar
           y embarcar   banano  los  domingos,  y la  petición  pareció  tan justa que  hasta el  padre  Antonio
           Isabel intercedió en favor de ella porque la encontró de acuerdo con la ley de Dios. El triunfo de
           la acción, así como de otras que se promovieron en los meses siguientes, sacó del anonimato al
           descolorido  José  Arcadio  Segundo,  de  quien solía  decirse  que  sólo  había servido  para  llenar  el
           pueblo de putas francesas. Con la misma decisión impulsiva con que rematé sus gallos de pelea
           para establecer una empresa de navegación desatinada, había renunciado al cargo de capataz de
           cuadrilla de la compañía bananera y tomó el partido de los trabajadores. Muy pronto se le señaló
           como agente de una conspiración internacional contra el orden público. Una noche, en el curso de
           una semana oscurecida por rumores sombríos, escapé de milagro a cuatro tiros de revólver que
           le  hizo  un desconocido  cuando  salía  de  una reunión  secreta.  Fue  tan tensa la  atmósfera de  los
           meses siguientes, que hasta Úrsula la percibió en su rincón de tinieblas, y tuvo la impresión de
           estar viviendo de nuevo los tiempos azarosos en que su hijo Aureliano cargaba en el bolsillo los
           glóbulos homeopáticos de la subversión. Trató de hablar con José Arcadio Segundo para enterarlo





                                                            122
   117   118   119   120   121   122   123   124   125   126   127