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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
Segundo fue encarcelado porque reveló que el sistema de los vales era un recurso de la compañía
para financiar sus barcos fruteros, que de no haber sido por la mercancía de los comisariatos
hubieran tenido que regresar vacíos desde Nueva Orleáns hasta los puertos de embarque del
banano. Los otros cargos eran del dominio público. Los médicos de la compañía no examinaban a
los enfermos, sino que los hacían pararse en fila india frente a los dispensarios, y una enfermera
les ponía en la lengua una píldora del color del piedralipe, así tuvieran paludismo, blenorragia o
estreñimiento. Era una terapéutica tan generalizada, que los niños se ponían en la lila varias
veces, y en vez de tragarse las píldoras se las llevaban a sus casas para señalar con ellas lo
números cantados en el juego de lotería. Los obreros de la compañía estaban hacinados en
tambos miserables. Los ingenieros, en vez de construir letrinas, llevaban a los campamentos, por
Navidad, un excusado portátil para cada cincuenta personas, y hacían demostraciones públicas de
cómo utilizarlos para que duraran más. Los decrépitos abogados vestidos de negro que en otro
tiempo asediaron al coronel Aureliano Buendía, y que entonces eran apoderados de la compañía
bananera, desvirtuaban estos cargos con arbitrios que parecían cosa de magia. Cuando los
trabajadores redactaron un pliego de peticiones unánime, pasó mucho tiempo sin que pudieran
notificar oficialmente a la compañía bananera. Tan pronto como conoció el acuerdo, el señor
Brown enganchó en el tren su suntuoso vagón de vidrio, y desapareció de Macondo junto con los
representantes más conocidos de su empresa. Sin embargo, varios obreros encontraron a uno de
ellos el sábado siguiente en un burdel, y le hicieron firmar una copia del pliego de peticiones
cuando estaba desnudo con la mujer que se prestó para llevarlo a la trampa. Los luctuosos
abogados demostraron en el juzgado que aquel hombre no tenía nada que ver con la compañía, y
para que nadie pusiera en duda sus argumentos lo hicieron encarcelar por usurpador. Más tarde,
el señor Brown fue sorprendido viajando de incógnito en un vagón de tercera clase, y le hicieron
firmar otra copia del pliego de peticiones. Al día siguiente compareció ante los jueces con el pelo
pintado de negro y hablando un castellano sin tropiezos. Los abogados demostraron que no era el
señor Jack Brown, superintendente de la compañía bananera y nacido en Prattville, Alabama, sino
un inofensivo vendedor de plantas medicinales, nacido en Macondo y allí mismo bautizado con el
nombre de Dagoberto Fonseca. Poco después, frente a una nueva tentativa de los trabajadores,
los abogados exhibieron en lugares públicos el certificado de defunción del señor Brown,
autenticado por cónsules y cancilleres, y en el cual se daba fe de que el pasado nueve de junio
había sido atropellado en Chicago por un carro de bomberos. Cansados de aquel delirio
hermenéutico, los trabajadores repudiaron a las autoridades de Macondo y subieron con sus
quejas a los tribunales supremos. Fue allí donde los ilusionistas del derecho demostraron que las
reclamaciones carecían de toda validez, simplemente porque la compañía bananera no tenía, ni
había tenido nunca ni tendría jamás trabajadores a su servicio, sino que los reclutaba
ocasionalmente y con carácter temporal. De modo que se desbarató la patraña del jamón de
Virginia, las píldoras milagrosas y los excusados pascuales, y se estableció por fallo de tribunal y
se proclamó en bandos solemnes la inexistencia de los trabajadores.
La huelga grande estalló. Los cultivos se quedaron a medias, la fruta se pasó en las cepas y los
trenes de ciento veinte vagones se pararon en los ramales. Los obreros ociosos desbordaron los
pueblos. La calle de los Turcos reverberó en un sábado de muchos días, y en el salón de billares
del Hotel de Jacob hubo que establecer turnos de veinticuatro horas. Allí estaba José Arcadio
Segundo, el día en que se anuncié que el ejército había sido encargado de restablecer el orden
público. Aunque no era hombre de presagios, la noticia fue para él como un anuncio de la
muerte, que había esperado desde la mañana distante en que el coronel Gerineldo Márquez le
permitió ver un fusilamiento. Sin embargo, el mal augurio no alteró su solemnidad. Hizo la jugada
que tenía prevista y no erró la carambola. Poco después, las descargas de redoblante, los ladridos
del clarín, los gritos y el tropel de la gente, le indicaron que no sólo la partida de billar sino la
callada y solitaria partida que jugaba consigo mismo desde la madrugada de la ejecución, habían
por fin terminado. Entonces se asomé a la calle, y los vio. Eran tres regimientos cuya marcha
pautada por tambor de galeotes hacia trepidar la tierra. Su resuello de dragón multicéfalo
impregnó de un vapor pestilente la claridad del mediodía. Eran pequeños, macizos, brutos.
Sudaban con sudor de caballo, y tenían un olor de carnaza macerada por el sol, y la impavidez
taciturna e impenetrable de los hombres del páramo. Aunque tardaron más de una hora en pasar,
hubiera podido pensarse que eran unas pocas escuadras girando en redondo, porque todos eran
idénticos, hijos de la misma madre, y todos soportaban con igual estolidez el peso de los
morrales y las cantimploras, y la vergüenza de los fusiles con las bayonetas caladas, y el incordio
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