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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           lo andaba rondando no era fruto de la recapacitación ni el escarmiento. Le llegaba de mucho más
           lejos,  desenterrada por  el  trinche  de  la  lluvia,  de  los  tiempos  en  que  leía  en  el  cuarto  de
           Melquíades las prodigiosas fábulas de los tapices volantes y las ballenas que se alimentaban de
           barcos  con tripulaciones.  Fue  por  esos  días  que  en  un descuido  de  Fernanda apareció  en  el
           corredor el pequeño Aureliano, y su abuelo conoció el secreto de su identidad. Le corté el pelo, lo
           vistió, le  enseñó  a  perderle  el  miedo a  la  gente, y muy pronto  se vio que era  un  legítimo
           Aureliano  Buendía, con   sus pómulos, altos, su   mirada   de  asombro y su    aire solitario. Para
           Fernanda fue un descanso. Hacía tiempo que había medido la magnitud de su soberbia, pero no
           encontraba cómo remediarla, porque mientras más pensaba en las soluciones, menos racionales
           le  parecían. De haber sabido  que Aureliano  Segundo iba a tomar las cosas como     las tomé, con
           una buena complacencia    de  abuelo,  no  le  habría  dado  tantas  vueltas  ni  tantos  plazos,  sino  que
           desde el año anterior se hubiera liberado de la mortificación. Para Amaranta Úrsula, que ya había
           mudado   los  dientes,  el  sobrino  fue  como  un juguete  escurridizo  que  la  consolé  del  tedio  de  la
           lluvia. Aureliano Segundo se acordé entonces de la enciclopedia inglesa que nadie había vuelto a
           tocar  en  el  antiguo  dormitorio  de  Meme.  Empezó  por  mostrarles  las  láminas  a los  niños,  en
           especial las de animales, y más tarde los mapas y las fotografías de países remotos y personajes
           célebres. Como no sabía inglés, y como apenas podía distinguir las ciudades más conocidas y las
           personalidades más corrientes, se dio a inventar nombres y leyendas para satisfacer la curiosidad
           insaciable de los niños.
              Fernanda creía de veras que su esposo estaba esperando a que escampara para volver con la
           concubina.  En  los  primeros  meses   de  la  lluvia  temió  que  él intentara  deslizarse  hasta  su
           dormitorio, y que ella iba a pasar por la vergüenza de revelarle que estaba incapacitada para la
           reconciliación  desde  el nacimiento   de  Amaranta   Úrsula.  Esa  era  la  causa  de  su  ansiosa
           correspondencia con los médicos invisibles, interrumpida por los frecuentes desastres del correo.
           Durante los primeros meses, cuando se supo que los trenes se descarrilaban en la tormenta, una
           carta de los médicos invisibles le indicó que se estaban perdiendo las suyas. Más tarde, cuando se
           interrumpieron  los contactos con    sus corresponsales ignotos, había pensado seriamente        en
           ponerse la máscara de tigre que usó su marido en el carnaval sangriento, para hacerse examinar
           con un nombre ficticio por los médicos de la compañía bananera. Pero una de las tantas personas
           que pasaban a menudo por la casa llevando las noticias ingratas del diluvio le había dicho que la
           compañía   estaba  desmantelando sus dispensarios para llevárselos a tierras de        escampada.
           Entonces  perdió  la  esperanza. Se  resignó  a aguardar  que  pasara  la  lluvia y se  normalizara el
           correo y, mientras tanto, se aliviaba    de  sus dolencias secretas con   recursos de   inspiración,
           porque  hubiera   preferido morirse a   ponerse en   manos del    único médico que quedaba       en
           Macondo,   el  francés  extravagante   que  se  alimentaba con hierba para       burros.  Se  había
           aproximado a Úrsula, confiando en que ella conociera algún paliativo para sus quebrantos. Pero la
           tortuosa costumbre de    no  llamar las cosas por su   nombre la   llevó a poner lo  anterior en  lo
           posterior,  y a sustituir  lo  parido  por  lo  expulsado,  y a cambiar  flujos  por  ardores  para  que  todo
           fuera menos   vergonzoso,  de  manera  que  Úrsula  concluyó  razonablemente  que  los  trastornos  no
           eran uterinos, sino intestinales, y le aconsejó que tomara en ayunas una papeleta de calomel. De
           no  haber  sido  por  ese  padecimiento  que  nada hubiera  tenido  de  pudendo  para  alguien que  no
           estuviera también enfermo    de  pudibundez,  y de  no  haber  sido  por  la  pérdida de  las  cartas,  a
           Fernanda no le habría importado la lluvia, porque al fin de cuentas toda la vida había sido para
           ella  como  si  estuviera lloviendo.  No  modificó  los  horarios  ni  perdoné  los  ritos.  Cuando  todavía
           estaba la mesa alzada sobre ladrillos y puestas las sillas sobre tablones para que los comensales
           no se mojaran los pies, ella seguía sirviendo con manteles de lino y vajillas chinas, y prendiendo
           los candelabros en   la  cena, porque  consideraba que las calamidades no      podían  tomarse de
           pretexto para el relajamiento de las costumbres. Nadie había vuelto a asomarse a la calle. Si de
           Fernanda hubiera   dependido   no  habrían vuelto  a hacerlo  jamás,  no  sólo  desde  que  empezó  a
           llover, sino desde mucho antes, puesto que ella consideraba que las puertas se habían inventado
           para  cerrarlas, y que la  curiosidad  por lo  que ocurría  en  la  calle  era  cosa  de  rameras. Sin
           embargo, ella  fue la  primera  en  asomarse cuando avisaron   que estaba  pasando el  entierro del
           coronel Gerineldo Márquez, aunque lo que vio entonces por la ventana entreabierta la dejó en tal
           estado de aflicción que durante mucho tiempo estuvo arrepintiéndose de su debilidad.
              No habría podido concebirse un cortejo más desolado. Habían puesto el ataúd en una carreta
           de  bueyes  sobre  la  cual  construyeron  un cobertizo  de  hojas  de  banano,  pero  la  presión de  la
           lluvia era tan intensa v las  calles  estaban tan empantanadas   que  a cada paso  se  atollaban las



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