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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           de  ese  precedente,  pero  Aureliano  Segundo  le  informó  que  desde  la  noche  del  atentado  se
           ignoraba su paradero.
              -Lo mismo que Aureliano -exclamó Úrsula-. Es como si el mundo estuviera dando vueltas.
              Fernanda permaneció    inmune   a la  incertidumbre  de  esos  días.  Carecía de  contactos  con el
           mundo   exterior,  desde  el  violento  altercado  que  tuvo  con su  marido  por  haber  determinado  la
           suerte de Meme sin su consentimiento. Aureliano Segundo estaba dispuesto a rescatar a su hija,
           con la policía si era necesario, pero Fernanda le hizo ver papeles en los que se demostraba que
           había ingresado a la clausura por propia voluntad.
              En erecto, Meme los había firmado cuando ya estaba del otro lado del rastrillo de hierro, y lo
           hizo con el mismo desdén con que se dejé conducir. En el fondo, Aureliano Segundo no creyó en
           la legitimidad de las pruebas, como no creyó nunca que Mauricio Babilonia se hubiera metido al
           patio  para  robar  gallinas,  pero  ambos  expedientes  le  sirvieron  para  tranquilizar  la  conciencia,  y
           pudo  entonces   volver  sin remordimientos   a la  sombra   de  Petra Cotes,  donde   reanudé  las
           parrandas  ruidosas  y  las  comilonas  desaforadas.  Ajena  a  la  inquietud  del pueblo,  sorda  a  los
           tremendos   pronósticos  de  Úrsula,  Fernanda le  dio  la  última vuelta a las  tuercas  de  su  plan
           consumado. Le escribió una extensa carta a su hijo José Arcadio, que ya iba a recibir las órdenes
           menores,  y en  ella  le  comunicó  que  su  hermana Renata había expirado  en  la  paz del  Señor  a
           consecuencia  del  vómito  negro.  Luego  puso  a Amaranta Úrsula  al  cuidado  de  Santa Sofía de  la
           Piedad, y se dedicó a organizar su correspondencia con los médicos invisibles, trastornada por el
           percance  de  Meme.  Lo  primero  que  hizo  fue  fijar  fecha definitiva para  la  aplazada intervención
           telepática. Pero los médicos invisibles le contestaron que no era prudente mientras persistiera el
           estado  de  agitación social  en  Macondo.  Ella  estaba tan urgida y tan mal  informada,   que  les
           explicó en otra carta que no había tal estado de agitación, y que todo era fruto de las locuras de
           un cuñado suyo, que andaba por esos días con la ventolera sindical, como padeció en otro tiempo
           las de la gallera y la navegación. Aún no estaban de acuerdo el caluroso miércoles en que llamó a
           la puerta de la casa una monja anciana que llevaba una canastilla colgada del brazo. Al abrirle,
           Santa Sofía de la Piedad pensó que era un regalo y trató de quitarle la canastilla cubierta con un
           primoroso tapete de encaje. Pero la monja lo impidió, porque tenía instrucciones de entregársela
           personalmente, y bajo la reserva más estricta, a doña Fernanda del Carpio de Buendía. Era el hijo
           de  Mame.  El  antiguo  director  espiritual  de  Fernanda le  explicaba en  una carta que  había nacido
           dos meses antes, y que se habían      permitido bautizarlo  con  el  nombre de  Aureliano, como  su
           abuelo,  porque  la  madre  no  despegó  los  labios  para  expresar  su  voluntad.  Fernanda se  sublevé
           íntimamente   contra  aquella  burla del  destino,  pero  tuvo  fuerzas  para  disimularlo  delante  de  la
           monja.
              -Diremos que lo encontramos flotando en la canastilla -sonrió.
              -No se lo creerá nadie -dijo la monja.
              -Si se  lo  creyeron  a  las  Sagradas  Escrituras  -replicó  Fernanda-,  no  veo  por  qué  no  han  de
           creérmelo a mí.
              La monja almorzó en casa, mientras pasaba el tren de regreso, y de acuerdo con la discreción
           que  le  habían  exigido  no  volvió  a mencionar  al  niño,  pero  Fernanda la  señaló  como  un testigo
           indeseable  de  su  vergüenza, y lamentó que se hubiera desechado la       costumbre medieval    de
           ahorcar  al  mensajero  de  malas noticias. Fue  entonces  cuando  decidió  ahogar  a la criatura en  la
           alberca tan pronto como se fuera la monja, pero el corazón no le dio para tanto y prefirió esperar
           con paciencia a que la infinita bondad de Dios la liberara del estorbo.
              El nuevo Aureliano había cumplido un año cuando la tensión pública estalló sin ningún anuncio.
           José Arcadio Segundo y otros dirigentes sindicales que habían permanecido hasta entonces en la
           clandestinidad, aparecieron intempestivamente un fin de semana y promovieron manifestaciones
           en los pueblos de la zona bananera. La policía se conformó con vigilar el orden. Pero en la noche
           del lunes los dirigentes fueron sacados de sus casas y mandados, con grillos de cinco kilos en los
           pies,  a la  cárcel  de  la  capital  provincial.  Entre  ellos  se  llevaron a José  Arcadio  Segundo  y a
           Lorenzo Gavilán, un coronel de la revolución mexicana, exiliado en Macondo, que decía haber sido
           testigo del heroísmo de su compadre Artemio Cruz. Sin embargo, antes de tres meses estaban en
           libertad, porque el gobierno y la compañía bananera no pudieron ponerse de acuerdo sobre quién
           debía alimentarlos  en  la  cárcel.  La  inconformidad de  los  trabajadores  se  fundaba esta vez en  la
           insalubridad de las viviendas, el engaño de los servicios médicos y la iniquidad de las condiciones
           de trabajo. Afirmaban, además, que no se les pagaba con dinero efectivo, sino con vales que sólo
           servían  para comprar jamón     de  Virginia  en  los comisariatos de  la  compañía. José Arcadio



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