Page 129 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           tantas palabras para explicar lo que se sentía en la guerra, si con una sola bastaba: miedo. En el
           cuarto de Melquíades, en cambio, protegido por la luz sobrenatural, por el ruido de la lluvia, por
           la sensación de ser invisible, encontró el reposo que no tuvo un solo instante de su vida anterior,
           y el  único miedo que persistía  era  el  de  que lo  enterraran  vivo. Se  lo  conté a  Santa  Sofía  de  la
           Piedad, que le llevaba las comidas diarias, y ella le prometió luchar por estar viva hasta más allá
           de  sus  fuerzas,  para  asegurarse  de  que  lo  enterraran muerto.  A salvo  de  todo  temor,  José
           Arcadio Segundo se dedicó entonces a repasar muchas veces los pergaminos de          Melquíades, y
           tanto más a gusto cuanto menos los entendía. Acostumbrado al ruido de la lluvia, que a los dos
           meses se convirtió en una forma nueva del silencio, lo único que perturbaba su soledad eran las
           entradas y salidas de Santa Sofía de la Piedad. Por eso le suplicó que le dejara la comida en el
           alféizar de la ventana, y le echara candado a la puerta. El resto de la familia lo olvidó, inclusive
           Fernanda, que no tuvo inconveniente en dejarlo allí, cuando supo que los militares lo habían visto
           sin  conocerlo.  A  los  seis  meses  de  encierro,  en  vista  de  que  los  militares  se  habían  ido  de
           Macondo,   Aureliano  Segundo  quitó  el  candado  buscando  alguien con quien conversar  mientras
           pasaba la lluvia. Desde que abrió la puerta se sintió agredido por la pestilencia de las bacinillas
           que  estaban puestas    en  el  suelo,  y todas  muchas  veces  ocupadas.  José  Arcadio  Segundo,
           devorado  por  la  pelambre,  indiferente  al  aire  enrarecido  por  los  vapores  nauseabundos,  seguía
           leyendo  y  releyendo  los  pergaminos  ininteligibles.  Estaba  iluminado  por  un  resplandor  seráfico.
           Apenas levantó   la  vista cuando  sintió  abrirse  la  puerta, pero  a su hermano  le  basté  aquella
           mirada para ver repetido en ella el destino irreparable del bisabuelo.
              -Eran más  de  tres  mil  -fue  todo  cuanto  dijo  José  Arcadio  Segundo-.  Ahora estoy seguro  que
           eran todos los que estaban en la estación.
























































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