Page 93 - Tokio Blues - 3ro Medio
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—Un poco —dije.
—Pronto llegaremos. —Ahora hablaba Reiko—. Ya hemos recorrido dos tercios del camino.
Eres un hombre. ¡Ten un poco más de brío!
—No hago ejercicio.
—Claro, como está todo el día divirtiéndose con mujeres... —susurró Naoko para sí.
Pensé en replicarle pero, estando como estaba sin resuello, no pude decir palabra. De vez en
cuando, pasaron sobre nosotros unos pájaros rojos con un penacho extraño en la cabeza. La
silueta de los pájaros volando se recortaba, nítida, en el azul del cielo. Entre la hierba florecían
incontables flores blancas, azules y amarillas, y por todas partes se oía el zumbido de las abejas.
Diez minutos después llegamos a una meseta. Descansamos un momento, nos enjugamos el
sudor, acompasamos la respiración, bebimos agua de la cantimplora. Reiko tomó una hoja del
suelo, hizo un silbato con ella y silbó.
El camino descendía en una suave pendiente salpicada de espigas de susuki. Tras andar unos
quince minutos, pasamos por una aldea. No se veía un alma y las doce o trece casas que la
formaban estaban en ruinas. La hierba crecía por todas partes, alta hasta la cintura, y en los
agujeros de las paredes había adheridos los excrementos blancos y secos de las palomas. Algunas
casas estaban completamente derruidas; de ellas sólo quedaban en pie los pilares. Otras casas, en
cambio, invitaban a abrir las puertas del porche y a ser habitadas de inmediato. Avanzamos por
un camino que discurría entre casas silenciosas, sin rastro de vida.
—Hasta hace siete u ocho años aquí vivía gente —me contó Reiko—. Están rodeadas de
campos. Pero todo el mundo se marchó. La vida aquí es muy dura. En invierno todo está cubierto
de nieve y no puedes moverte. Y la tierra no es muy fértil que digamos. Se gana más yendo a
trabajar a la ciudad.
—¡Es una pena! Hay casas que aún podrían habitarse —dije.
—Una vez vinieron unos hippies a vivir aquí, pero se fueron al llegar el invierno.
Poco después de cruzar la aldea, encontramos un amplio pasto rodeado por una empalizada.
A lo lejos se veían varios caballos pastando en un prado. Caminamos a lo largo de la empalizada
y un perro se nos acercó agitando el rabo.
Apoyó las patas sobre los hombros de Reiko y le olisqueó la cabeza. Luego se abalanzó,
juguetón, sobre Naoko. Al silbar, se acercó a mí y me lamió la mano con su larga lengua.
—Es el perro de los pastos. —Naoko le acarició la cabeza—. Tiene casi veinte años y, como
tiene los dientes débiles, no puede comer cosas duras. Siempre está durmiendo enfrente de la
cafetería y cuando oye pasos viene corriendo a jugar.
Reiko sacó una loncha de queso de la mochila, el perro la olió, dio un salto y la agarró entre
los dientes, contento.
—No lo veremos mucho más tiempo. —Reiko le acarició la cabeza—. A mediados de
octubre lo meten en un camión, con los caballos y las vacas, y se lo llevan de vuelta a la granja.
En verano traen a pastar el ganado y abren una pequeña cafetería para los turistas. En fin, lo que
se dice turistas..., no sé, vendrán unos veinte excursionistas al día, supongo. ¿Queréis tomar algo?
—Sí —dije.
El perro guió la comitiva hasta la cafetería. Era un pequeño edificio con un porche pintado de
blanco; un letrero descolorido en forma de taza de café colgaba del alero, en la fachada principal.
El perro entró el primero en el porche, se tendió en el suelo, entornó los ojos. En cuanto nos
sentamos a una mesa del porche, salió una chica, peinada con coleta y vestida con una sudadera y
unos vaqueros blancos que saludó calurosamente a mis acompañantes.
—Este chico es un amigo de Naoko. —Reiko hizo las presentaciones.
—Hola —me saludó la chica.