Page 89 - Tokio Blues - 3ro Medio
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pequeñas pulsaciones al compás de los latidos de su corazón, o acaso de sus pensamientos. Tal
vez susurraba palabras mudas a la noche.
Tragué saliva para calmar la sed y aquel sonido resonó, atronador, en el silencio de la noche.
Entonces Naoko, como si ese sonido hubiese sido una señal, se levantó de un salto y, con un
tenue frufrú de telas, se arrodilló junto a mi almohada y clavó sus ojos en los míos. La miré, pero
sus ojos no decían nada. Las pupilas tenían una transparencia inusitada; eran tan claras que
parecía que, a través de ellas, podría verse el más allá. Por más que miré, no logré ver nada en sus
profundidades. El rostro de Naoko quedaba a treinta centímetros del mío, aunque yo lo sentía a
muchos años luz de distancia.
Alargué el brazo e intenté tocarla, pero ella se echó hacia atrás. Los labios le temblaban. A
continuación, alzó las dos manos y empezó a desabrocharse la bata. Tenía siete botones.
Contemplé, cual si fuera una prolongación del sueño, cómo sus hermosos y delgados dedos iban
desabrochándolos, uno tras otro. Una vez hubo soltado los siete pequeños botones blancos,
Naoko, como una serpiente que se desprende de su piel, dejó que la bata se deslizara desde los
hombros hasta la cadera y quedó completamente desnuda, pues no llevaba nada debajo. Lo único
que tenía puesto era el pasador con forma de mariposa. Naoko, todavía arrodillada en el suelo, se
quedó mirándome. Bañado por la suave luz de la luna, su cuerpo tenía el lustre de la carne recién
nacida, y casi despertaba compasión. Al moverse —en un movimiento apenas perceptible—, las
partes bañadas por la luz de la luna se desplazaron levemente, las sombras que teñían su cuerpo
cambiaron de forma. Los pechos redondos y llenos, los pequeños pezones, la cavidad del
ombligo, las caderas, el vello púbico, todas las texturas de aquella sombra cambiaron de forma,
igual que las ondas sobre la superficie de un lago.
«¡Qué cuerpo tan perfecto!», pensé. ¿Cuándo había adquirido Naoko unas formas tan
perfectas? ¿Dónde estaba el cuerpo que yo había abrazado aquella noche de primavera? Aquella
noche, cuando desnudé despacio, con dulzura, a una Naoko que lloraba a mares, su cuerpo me
pareció imperfecto. Los pechos eran duros; los pezones, protuberantes en exceso; las caderas,
extrañamente rígidas. Sin duda, Naoko era una muchacha hermosa, y su cuerpo, atractivo. Me
excitaba sexualmente, tenía un enorme poder de atracción sobre mí. Pero, con todo, mientras
abrazaba, acariciaba y besaba su cuerpo desnudo, me poseyó una extraña emoción ante la torpeza
de aquel cuerpo. Hubiese querido explicárselo. Pensé: «Ahora estoy haciendo el amor contigo.
Estoy dentro de ti. Pero, en realidad, no tiene ninguna importancia. Tanto da. No deja de ser un
coito. Al poner en contacto nuestros cuerpos imperfectos, no hacemos más que contarnos lo que
no podríamos contarnos de otro modo. Y así adquirimos conciencia de nuestras respectivas
imperfecciones». Por supuesto, éstas no son cosas que puedan expresarse fácilmente. Y me limité
a abrazar en silencio el cuerpo de Naoko. Mientras, podía sentir el tacto áspero de un cuerpo
extraño que permanecía dentro de ella. Y este tacto excitó mis sentidos, confiriendo a mi erección
una gran dureza.
El cuerpo que tenía ahora delante era muy distinto al de entonces. Me dije: «Su carne, tras
experimentar diversas transformaciones, ha llegado a la perfección y renace bajo la luz de la
luna». Primero, tras la muerte de Kizuki, había desaparecido el rollizo cuerpo de adolescente y,
más adelante, había sido reemplazado por la carne de una mujer adulta. El cuerpo de Naoko era
tan perfecto que no logró excitarme. Me limité a contemplar, atónito, la preciosa curva de la
cintura, los pechos redondos y lustrosos, el vientre esbelto que vibraba en silencio con su
respiración y, debajo, la sombra de su vello púbico, negro y suave.
Expuso su cuerpo desnudo ante mis ojos durante... ¿cuánto? ¿Cinco, seis minutos? Poco
después volvió a ponerse la bata y empezó a abrocharse los botones por orden, empezando por el