Page 91 - Tokio Blues - 3ro Medio
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Entraron en un pequeño cobertizo que había al lado del gallinero para volver con un saco de
               grano y una manguera de goma. Naoko aplicó la manguera a la boca del grifo e hizo girar la llave
               del agua. Entró en el gallinero vigilando que las aves no se escaparan y arrancó la porquería con
               el chorro del agua; Reiko rascaba el suelo con el cepillo. El chorro del agua lanzaba destellos a la
               luz del sol, y los pavos reales, huyendo de las salpicaduras, corrieron a refugiarse al fondo del
               gallinero. Un pavo real levantó la cabeza y se quedó mirándome con ojos de viejo cascarrabias,
               mientras un loro, posado en su percha, agitaba ruidosamente las alas con expresión de disgusto.
               Cuando Reiko se volvió hacia el pájaro imitando el maullido de un gato, el loro se refugió en un
               rincón y escondió la cabeza bajo el ala, pero unos instantes después chilló:  «¡Gracias! ¡Loco!
               ¡Vete a la mierda!».
                   —¿Quién debe de haberle enseñado esas cosas al loro? —se sorprendió Naoko ahogando un
               suspiro.
                   —¡A mí no me mires! Yo nunca le enseñaría semejantes groserías —dijo Reiko, y volvió a
               maullar. El loro enmudeció.
                   —El  pobre  bicho  tuvo  una  mala  experiencia  con  un  gato  y  ahora  les  tiene  pánico  —me
               explicó Reiko riéndose.
                   Cuando terminaron de limpiar, dejaron los utensilios de limpieza y fueron llenando todos los
               comederos.  Los  pavos  reales  se  acercaron  chapoteando  por  el  agua  encharcada,  se  inclinaron
               sobre los contenedores y, a pesar de que Naoko les golpeó el trasero, ellos siguieron comiendo,
               absortos, sin reparar en tales menudencias.
                   —¿Hacéis cada día lo mismo? —le pregunté a Naoko.
                   —Sí, las nuevas nos encargamos de esto porque es fácil. ¿Quieres ver los conejos?
                   Le respondí que sí. Detrás del gallinero estaban las jaulas de los conejos. Había unos catorce
               conejos  durmiendo  sobre  la  paja.  Tras  reunir  las  cagarrutas  con  una  escoba  y  llenar  los
               comederos, Naoko levantó un conejo y se lo acercó a la mejilla.
                   —¿Verdad que es precioso? —dijo Naoko contenta. Luego lo posó en mis brazos. Aquella
               pequeña bolita cálida se quedó inmóvil mientras las orejas le temblaban medrosamente—. No te
               preocupes. No te hará daño —le advirtió al conejo acariciándole la cabeza con los dedos, y me
               sonrió.
                   Fue una sonrisa tan resplandeciente que no pude devolvérsela. ¿Dónde estaba la Naoko de la
               noche  anterior?  Sin  duda,  aquélla  era  la  verdadera  Naoko.  No  lo  había  soñado.  Se  había
               desnudado ante mí. Por fin sabía que no fue un sueño.
                   Mientras silbaba con gracia Proud Mary, Reiko metió toda la basura en una bolsa de plástico.
               Las ayudé a llevar los utensilios de limpieza y el pienso de los animales al cobertizo.
                   —La mañana es la parte del día que más me gusta —dijo Naoko—. Todo parece que acabe
               de empezar. Por eso, cuando llega el mediodía, me siento triste. El atardecer es la parte del día
               que más detesto. Todos los días pienso lo mismo.
                   —Y, mientras tanto, todos nos hacemos mayores. Pensando si llega el día o cae la noche —
               comentó Reiko con expresión risueña—. El tiempo vuela.
                   —A ti parece que te divierta hacerte mayor —dijo Naoko.
                   —No me divierte, pero no me gustaría volver a ser joven —añadió Reiko.
                   —¿Por qué? —le pregunté.
                   —Por pereza, claro —respondió Reiko. Y sin dejar de silbar Proud Mary, arrojó la escoba
               dentro del cobertizo y cerró la puerta.

                   Al llegar al dormitorio, se quitaron las botas de goma, se pusieron unas zapatillas de deporte
               y dijeron que se iban al campo. Reiko me advirtió que aquella labor no tenía mucho interés, y
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