Page 92 - Tokio Blues - 3ro Medio
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que,  además,  trabajaban  en  grupo,  así  que  lo  mejor  sería  que  me  quedara  en  la  habitación
               leyendo.
                   —¡Ah! En el baño hay un cubo lleno de bragas sucias. ¿Te importaría lavarlas? —dijo Reiko.
                   —Supongo que es una broma... —Me quedé atónito.
                   —¿A ti qué te parece? —rió Reiko—. ¿Qué podría ser sino una broma? Es una monada. ¿No
               te lo parece, Naoko?
                   —Ya lo creo. —Naoko se rió con Reiko.
                   —Estudiaré alemán. —Suspiré.
                   —Buen chico. Volveremos antes del mediodía. Estudia mucho —dijo Reiko.
                   Salieron de la habitación entre risitas. Se oían los pasos y las voces de varias personas que
               pasaban por debajo de la ventana.
                   Fui al baño, volví a lavarme la cara, tomé prestado un cortaúñas, me corté las uñas. Teniendo
               en  cuenta  que  se  trataba  del  baño  de  una  habitación  donde  vivían  dos  mujeres,  estaba  muy
               despejado. Había alineados varios tarros de leche limpiadora, de crema de contorno de ojos, de
               protección solar y de tónico. Apenas se veía maquillaje. Después de cortarme las uñas, me hice
               café en la cocina, me senté a la mesa y, mientras lo tomaba, abrí el libro de texto de alemán.
               Estaba en aquella cocina caldeada por el sol, en camiseta, memorizando la gramática alemana,
               cuando me asaltó una extraña sensación: la tabla de verbos irregulares alemanes parecía separada
               de la mesa de la cocina por una distancia insalvable.
                   Regresaron  del  campo  a  las  once  y  media,  entraron  en  la  ducha,  una  detrás  de  otra,  y  se
               pusieron ropa limpia. Después los  tres fuimos  al  comedor, almorzamos  y  caminamos  hasta el
               portal. Esta vez el guarda estaba en la garita de la entrada, sentado a la mesa y comiendo con
               apetito  el  almuerzo  que,  supuestamente,  le  habían  traído  del  comedor.  En  la  estantería,  en  el
               transistor sonaba una canción popular. Al vernos, el guarda levantó una mano y nos saludó. Le
               devolvimos el saludo.
                   —Salimos a dar un paseo. Volveremos dentro de tres horas —informó Reiko.
                   —¡Qué gran idea! Hace un día espléndido, ¿verdad? En el camino del valle ha habido un
               desprendimiento a causa de las lluvias del otro día. Vayan con cuidado. Aparte de esto, no hay
               problema —dijo el guarda.
                   Reiko apuntó su nombre y el de Naoko, el día y la hora en un cuaderno, aparentemente un
               registro de salidas.
                   —¡Que lo pasen bien! ¡Hasta luego! —se despidió el guarda.
                   —¡Qué señor tan amable! —exclamé.
                   —Está mal de la azotea —comentó Reiko presionando la punta del dedo contra su sien.
                   Hacía un día tan espléndido como aseguraba el guarda. El cielo era de un penetrante azul y
               unas  nubes  blancas  se  difuminaban  en  lo  alto  del  cielo  como  brochazos.  Durante  un  rato
               seguimos el muro de la Residencia Ami, luego lo dejamos atrás y empezamos a subir en fila india
               una cuesta estrecha  y  escarpada. A la cabeza iba Reiko; en medio, Naoko,  y, por  último,  yo.
               Reiko avanzaba con el paso seguro de quien conoce las montañas como la palma de su mano.
               Apenas  hablábamos,  concentrados  como  estábamos  en  la  subida.  Naoko  vestía  vaqueros,  una
               camisa blanca, y en la mano llevaba una chaqueta. Yo caminaba mirando cómo su melena lisa
               oscilaba a derecha e izquierda barriéndole los hombros. De vez en cuando Naoko se volvía hacia
               atrás y, cuando sus ojos topaban con los míos, me sonreía. Aquella cuesta parecía interminable,
               pero Reiko no aflojaba el paso lo más mínimo, y Naoko la seguía intentando no quedarse atrás,
               enjugándose el sudor. Yo, que hacía tiempo que no subía una montaña, estaba sin aliento.
                   —¿Siempre andáis tanto? —le pregunté a Naoko.
                   —Una vez a la semana —respondió ella—. ¿Es duro?
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