Page 90 - Tokio Blues - 3ro Medio
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de arriba. Se levantó de repente, abrió la puerta sin hacer ruido y desapareció en el interior de su
               dormitorio.
                   Permanecí largo tiempo tendido en la cama, inmóvil. Pero cambié de idea, me levanté, recogí
               el reloj que estaba en el suelo y lo encaré a la luz de la luna. Eran las 3:40. Bebí varios vasos de
               agua  en  la  cocina,  volví  a  tenderme  en  la  cama.  El  sueño  no  me  alcanzó  hasta  el  amanecer,
               cuando la luz del sol barrió los restos de la pálida luz de la luna, hasta en el último rincón de la
               estancia.  Sumido  todavía  en  un  estado  de  duermevela,  Reiko  se  acercó  a  mí  y  me  dio  unos
               golpecitos en las mejillas diciendo:
                   —¡Ya es de día! ¡Ya es de día!

                   Mientras  Reiko  recogía  la  cama,  Naoko,  de  pie  en  la  cocina,  preparaba  el  desayuno.  Se
               volvió hacia mí, me dirigió una sonrisa y me dijo:
                   —¡Buenos días!
                   Le devolví los buenos días. Me planté a su lado y estuve observándola cómo ponía el agua a
               hervir  y  cortaba  el  pan  sin  dejar  de  canturrear,  pero  no  pude  descubrir  signo  alguno  de
               complicidad por lo sucedido esa noche.
                   —¡Tienes los ojos muy rojos! —terció Naoko sirviéndome el café.
                   —Me he despertado a medianoche y no he podido conciliar el sueño.
                   —Espero que no estuviéramos roncando —comentó Reiko.
                   —¡Oh, no! —exclamé.
                   —Menos mal —añadió Naoko.
                   —Está siendo educado. —Reiko bostezó.
                   Al  principio  supuse  que  Naoko  estaba  disimulando  delante  de  Reiko,  o  que  tal  vez  se
               avergonzaba, pero, cuando Reiko se ausentó unos instantes de la habitación, Naoko no cambió de
               actitud y sus ojos parecían tan transparentes como siempre.
                   —¿Has dormido bien? —le pregunté a Naoko.
                   —Como un lirón —contestó como si tal cosa. Llevaba el pelo sujeto por un pasador sencillo,
               sin ningún adorno.
                   Mis  dudas  me  desconcertaron  durante  todo  el  desayuno.  Mientras  untaba  el  pan  con
               mantequilla o pelaba un huevo duro, iba lanzando miradas furtivas a Naoko, sentada frente a mí,
               esperando una señal.
                   —Watanabe, ¿por qué no me quitas los ojos de encima esta mañana? —bromeó Naoko como
               si le chocara.
                   —Eso es porque está enamorado de alguien —dijo Reiko.
                   —¿Ah, sí? ¿Estás enamorado de alguien? —añadió Naoko.
                   Respondí que «tal vez» y sonreí. Tras dejarme tomar el pelo, renuncié a seguir pensando en
               los acontecimientos de la noche anterior, comí el pan y bebí una taza de café.
                   Después del desayuno, las dos dijeron que iban a dar de comer a las aves del gallinero  y
               decidí acompañarlas. Se pusieron unos vaqueros y una camisa de trabajo, se calzaron unas botas
               altas de goma de color blanco. El gallinero se hallaba dentro de un pequeño parque, detrás de las
               pistas de tenis, y allí se agrupaban diversas especies, desde gallinas y palomas hasta pavos reales
               y loros. Estaba rodeado de parterres de flores, arbustos y bancos. Dos hombres, a todas luces
               pacientes  del  sanatorio,  barrían  las  hojas  caídas  en  el  camino.  Ambos  debían  de  rondar  la
               cuarentena. Reiko y Naoko se acercaron a ellos, les dieron los buenos días, Reiko bromeó sobre
               algo  y los  hizo reír. En el  parterre florecían las plantas  y los  arbustos  estaban recortados  con
               esmero.  Al  ver  a  Reiko,  las  aves  empezaron  a  revolotear,  entre  cacareos  y  graznidos,  por  el
               interior del gallinero.
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