Page 82 - Tokio Blues - 3ro Medio
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casarse conmigo. Le pedí que nos diéramos tres meses para conocernos. Si entonces aún deseaba
               casarse conmigo, volveríamos a hablar del asunto.
                   «Durante  esos  tres  meses  salimos  juntos  una  vez  por  semana.  Fuimos  a  muchos  sitios,
               hablamos  de  muchas  cosas.  Y  empezó  a  gustarme.  A  su  lado,  tenía  la  sensación  de  que
               finalmente  la  vida  volvía  a  pertenecerme.  Cuando  estaba  con  él,  me  tranquilizaba  y  olvidaba
               muchas angustias. Por ejemplo, que jamás podría ser concertista, que había estado ingresada en
               un  hospital  psiquiátrico...  ¿Acaso  iba  a  terminar  mi  vida  por  esto?  La  vida  me  reservaba  un
               montón de cosas maravillosas que yo desconocía. Y sólo por hacerme sentir de esta manera, le
               estaba agradecida de todo corazón. A los tres meses volvió a pedirme que me casara con él. Le
               dije: "Si quieres acostarte conmigo, a mí no me importa. Jamás me he acostado con nadie, pero
               me gustas mucho, así que, si quieres hacer el amor conmigo, me parece bien. Pero casarnos es
               algo muy distinto. Eso sería más duro de lo que supones. ¿Lo entiendes?".
                   »Él dijo que no le importaba.  No buscaba acostarse  conmigo. Quería casarse  y  compartir
               nuestras vidas. Y lo deseaba de todo corazón. Era de esas personas que dicen lo que piensan y
               que llevan a la práctica lo que dicen. "Casémonos", accedí. ¡Qué otra cosa podía decirle! Por este
               motivo, él discutió con sus padres y dejaron de verse. Su familia procedía de la zona rural de
               Shikoku. Sus padres me investigaron a fondo, se enteraron de que había estado hospitalizada dos
               veces. Así que se opusieron a la boda y se pelearon. No les faltaban razones para oponerse. Por
               eso no hicimos celebración de boda. Sólo fuimos al ayuntamiento, nos inscribimos en el Registro
               Civil y nos marchamos dos días a Hakone. Pero fui muy feliz. Después de todo, llegué virgen al
               matrimonio.  Me  casé  a  los  veinticinco  años.  —Reiko  suspiró  y  volvió  a  tomar  la  pelota  de
               baloncesto—. Creía que, mientras estuviese a su lado, no tendría problemas. Mientras estuviese a
               su lado, nada malo podría sucederme. En enfermedades como la mía es fundamental confiar en
               alguien. Pensaba que podía dejarlo todo en sus manos. Que si mi estado empeoraba, es decir, si
               los tornillos empezaban a aflojarse, él se daría cuenta enseguida y, con todo su cariño y toda su
               paciencia, apretaría los tornillos, desenredaría la madeja. Y con esta confianza no tenía por qué
               recaer.  Aquel  ¡crac!  no  tenía  por  qué  producirse.  ¡Estaba  tan  contenta!  La  vida  me  parecía
               maravillosa. Me sentía como si hubiese sido rescatada de un mar de aguas frías y agitadas y me
               hubiesen acostado en un lecho, cálidamente arropada entre mantas.
                   »Dos años después nació mi hija y, a partir de entonces, el cuidado del bebé ocupó todo mi
               tiempo. Conseguí olvidar mi enfermedad casi por completo. Me levantaba por las mañanas, hacía
               las tareas domésticas, cuidaba de la niña y, cuando él regresaba a casa, le servía la comida..., día
               tras día. Quizá fue la época más feliz de mi vida. ¿Cuántos años duró? Hasta los treinta y un años.
               Otra vez ¡crac!, y me derrumbé.
                   Reiko  encendió  un  cigarrillo.  El  viento  había  cesado.  El  humo  ascendía  en  línea  recta,
               desvaneciéndose  entre  las  tinieblas.  Me  fijé  en  que  el  cielo  estaba  surcado  de  incontables
               estrellas.
                   —¿Te ocurrió algo? —le pregunté.
                   —Sí  —dijo  Reiko—.  Sucedió  una  cosa  muy  extraña.  Sentí  como  si  alguien  me  hubiera
               tendido una trampa y estuviera aguardando a que cayera en ella. Incluso ahora me dan escalofríos
               cuando lo pienso. —Se tocó la sien con la mano con la que no sostenía el cigarrillo—. Lo siento.
               Estoy hablando yo todo el rato. Y tú has venido a visitar a Naoko.
                   —Me gusta escucharte —dije—. ¿Te importaría seguir con la historia?
                   —Cuando mi hija entró en el jardín de infancia, volví a tocar el piano —continuó Reiko—.
               No  tocaba  para  nadie,  sólo  para  mí.  Empecé  con  pequeñas  piezas  de  Bach,  Mozart,  Scarlatti.
               Como había estado mucho tiempo sin tocar, mi sensibilidad musical se había resentido. Tampoco
               podía  mover  los  dedos como  antes.  Pero  estaba  contenta.  ¡Podía  tocar  el  piano  otra  vez!  Fue
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