Page 78 - Tokio Blues - 3ro Medio
P. 78
es lo que éramos el uno para el otro. Al morirse, ya no supe cómo relacionarme con la gente.
Dejé de comprender qué significaba querer a alguien.
Naoko hizo ademán de tomar la copa de vino de la mesa, pero ésta le resbaló de las manos y
rodó por el suelo. El vino se vertió sobre la alfombra. Me agaché, recogí la copa y la devolví a la
mesa. Le pregunté si le apetecía otra copa de vino. Ella permaneció unos instantes en silencio y
luego rompió a llorar con el cuerpo sacudido por espasmos. Se dobló en dos, sepultó la cabeza
entre las manos y lloró con desgarro, como en el pasado, con la respiración entrecortada. Reiko
dejó la guitarra, se acercó a ella y le acarició la espalda. En cuanto la mujer le rodeó los hombros
con un brazo, Naoko hundió la cara contra su pecho como si fuera un bebé.
—Me sabe mal, Watanabe —intervino Reiko—, pero ¿te importaría salir unos veinte minutos
y dar un paseo? Todo se arreglará.
Asentí, me incorporé y me puse un jersey sobre la camisa.
—Lo siento —le susurré a Reiko.
—No te preocupes, no es culpa tuya. Cuando vuelvas, ya se habrá calmado. —Me guiñó un
ojo.
Caminé por un sendero bañado por la luz irreal de la luna, entré en el bosque, vagué por él
sin rumbo. Bajo la luz de la luna, todos los sonidos tenían una extraña reverberación. El ruido
amortiguado de mis pasos parecía llegar de lejos, cual si estuviera andando por el fondo del mar.
A veces oía un ligero crujido a mis espaldas. En el bosque flotaba una tensión palpable, como si
los animales nocturnos aguardaran, inmóviles, conteniendo la respiración, a que me alejara.
Salí del bosque, me senté en la suave pendiente de la colina y, desde allí, miré hacia el bloque
donde vivía Naoko. Era fácil localizar su ventana. Bastaba con buscar la única ventana oscura
con una pequeña luz temblando en el fondo de la habitación. Contemplé esa luz. Me recordaba el
último hálito de vida de un cuerpo antes de abrasarse en las llamas. Quise taparla con mis manos
y protegerla. Estuve mucho tiempo con la vista clavada en esa luz temblorosa, al igual que Jay
Gatsby observó, noche tras noche, la pequeña luz en la orilla opuesta del lago.
Cuando, treinta minutos después, me acerqué a la entrada del bloque, oí que Reiko estaba
tocando la guitarra. Subí la escalera, llamé a la puerta. En la habitación no había rastro de Naoko;
Reiko estaba sola, sentada sobre la alfombra, tocando la guitarra. Me señaló la puerta del
dormitorio. Con ese gesto, me indicaba que Naoko se encontraba allí. Luego depositó la guitarra
en el suelo, se sentó en el sofá, me pidió que tomara asiento a su lado. Distribuyó entre las dos
copas el vino que quedaba en la botella.
—Ella está bien —dijo dándome unos golpecitos en la rodilla—. Si está sola un rato,
acostada, se tranquilizará. No te preocupes. Se ha emocionado. Mientras tanto, ¿qué te parece si
damos un paseo?
—Me parece bien —dije.
Reiko y yo caminamos despacio por un sendero iluminado por la luz de las farolas hasta
llegar al lugar donde estaban la pista de tenis y la cancha de baloncesto, y allí nos sentamos en un
banco. Ella sacó una pelota de baloncesto de color naranja de debajo del banco y la hizo girar
unos instantes sobre la palma de su mano. Me preguntó si sabía jugar al tenis. Le respondí que no
se me daba bien, pero que había jugado varias veces.
—¿Y al baloncesto?
—No soy muy bueno que digamos.
—¿Y tú en qué eres bueno, aparte de acostándote con mujeres? —Cuando Reiko se rió se le
dibujaron unas arrugas en el rabillo del ojo.
—Tampoco puede decirse que en eso sea bueno —repuse molesto.