Page 81 - Tokio Blues - 3ro Medio
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una bocanada de humo y lo expulsó. Flexionó varias veces el cuello—. Decidí ir a recuperarme a
               casa de mi abuela, en Izu. Desistí de presentarme al concurso y fui allí a descansar, a pasar dos
               semanas haciendo lo que me apeteciera. Pero no pude dejar de pensar en el piano. No me pasaba
               otra cosa por la cabeza. ¿Y si no recuperaba la movilidad del dedo meñique? ¿Cómo podría vivir?
               Estos pensamientos no me abandonaban nunca. No era de extrañar. Toda mi vida había girado en
               torno  al  piano.  Había  empezado  a  tocar  a  los  cuatro  años  y,  desde  entonces,  había  pensado
               únicamente en él. Jamás había hecho ninguna tarea doméstica por temor a que se me estropearan
               las manos, todo el mundo me respetaba porque tenía talento tocando el piano. Si a una chica que
               ha crecido así le quitas el piano... ¿Qué le queda entonces?
                   »Me rompí por dentro. ¡Crac! Se me aflojó un tornillo en la cabeza. Mi mente se hundió en el
               caos,  todo se tiñó de negro.  —Reiko  tiró la colilla al  suelo, la apagó de un pisotón, volvió a
               flexionar  el  cuello  varias  veces—.  Fue  el  fin  de  mi  sueño  de  ser  concertista  de  piano.  Poco
               después de ingresar en el hospital psiquiátrico, recuperé la movilidad del dedo meñique, así que
               pude volver al conservatorio y terminar los estudios de música. Pero había perdido algo. Algo,
               una especie de masa de energía había desaparecido de mi interior. Los médicos me dijeron que
               tenía los nervios demasiado frágiles para convertirme en una concertista y que abandonara esa
               idea. Así pues, al terminar el colegio, empecé a dar clases en casa. ¡Pero era tan amargo! Tenía la
               sensación de que mi vida acababa ahí. Mi vida había terminado poco después de cumplir veinte
               años. Demasiado cruel, ¿no crees? Había tenido todas las posibilidades al alcance de mi mano y,
               en un abrir y cerrar de ojos, me había quedado sin nada. Ya nadie me aplaudía, nadie me mimaba,
               nadie me alababa. Sólo me quedaba permanecer en casa, día tras día, y enseñar a tocar a los niños
               del barrio ejercicios de Beyer y Sonatinas. Sufría, no paraba de llorar. Me sentía mortificada. Al
               oír que otras personas que tenían mucho menos talento que yo habían quedado segundas en un
               concurso  o  que  daban  un  recital  en  una  u  otra  sala  de  conciertos,  rodaban  por  mis  mejillas
               lágrimas de despecho.
                   »Mis padres me trataban con mucho tiento, pero yo sabía que se sentían decepcionados. Poco
               tiempo antes se enorgullecían de su hija, y ahora ésta acababa de salir de un hospital psiquiátrico.
               Así  las cosas, ¿podrían casarla siquiera? Viviendo bajo  el  mismo  techo, estos sentimientos  se
               transmiten. Lo odiaba. Me daba miedo salir porque me parecía que los vecinos hablaban de mí.
               Y, de nuevo, ¡crac! Se me aflojó un tornillo, la madeja se enredó, mi mente se hundió en las
               tinieblas. Entonces tenía veinticuatro años. En aquella ocasión permanecí siete meses ingresada
               en un sanatorio. No aquí. En uno normal, rodeado por un alto muro y con las puertas cerradas.
               Sucio, sin piano... No sabía qué hacer. Pero me propuse salir lo antes posible, luché con todas mis
               fuerzas y logré curarme. Siete meses es mucho tiempo.
                   »Y  así  fue  como  el  rostro  se  me  llenó  de  arrugas.  —Reiko  sonrió  tensando  los  labios—.
               Después de salir del hospital, conocí a mi marido y nos casamos. Era uno de mis alumnos de
               piano,  un  año  menor  que  yo,  que  trabajaba  como  ingeniero  en  una  empresa  de  construcción
               aeronáutica.  Una  buena  persona.  Callado,  pero  honesto  y  cariñoso.  Después  de  tomar  clases
               conmigo medio año, me pidió que me casara con él. Así, de repente, un día mientras estábamos
               tomando  una  taza  de  té  después  de  la  clase.  ¿Te  imaginas? Jamás  habíamos  salido  juntos,  ni
               siquiera nos habíamos tomado de la mano. Me quedé atónita. Y le dije que no podía casarme.
               Que pensaba que era una buena persona y sentía simpatía hacia él, pero, dadas las circunstancias,
               no podía ser su esposa. El quiso saber cuáles eran esas circunstancias, así que se lo conté todo:
               que me había trastocado y que había estado hospitalizada dos veces. Se lo conté todo con pelos y
               señales.  Cuál  era  la  causa,  en  qué  estado  me  encontraba,  que  había  posibilidades  de  que  se
               repitiera en el futuro. Él me pidió un poco de tiempo para reflexionar, y yo le respondí que se
               tomara todo el que necesitase. No tenía prisa. Una semana después vino y me repitió que quería
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