Page 74 - Tokio Blues - 3ro Medio
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Luego se secó las comisuras de los labios con un pañuelo—. Además, no hace falta alzar la voz.
No es necesario convencer a nadie de nada ni llamar la atención.
—Sí, claro —reconocí.
En un entorno tan silencioso, me sorprendí a mí mismo echando de menos el bullicio de la
residencia. Añoré las risas, los gritos y los improperios. Yo estaba más que harto del alboroto que
armaban los estudiantes, pero no logré sentirme cómodo comiendo mi pescado en aquel extraño
silencio. La atmósfera de aquel comedor se parecía a la de una feria de muestras de maquinaria
especializada. La gente con un profundo interés en un campo determinado se reunía en un cierto
lugar e intercambiaba información.
De vuelta a la habitación, después de cenar, Naoko y Reiko dijeron que iban a los baños
comunes del bloque C. Y que, si me bastaba con la ducha, podía usar la del baño. Les respondí
que así lo haría. Cuando se fueron, me desnudé, me duché y me lavé el pelo. Mientras me secaba
el pelo con el secador, saqué un disco de Bill Evans de la estantería y lo puse. Al poco de
escucharlo, me di cuenta de que era el mismo que escuché varias veces en la habitación de Naoko
el día de su cumpleaños. La noche en que Naoko lloró y yo la abracé. Aunque había transcurrido
medio año, aquello pertenecía a un pasado remoto. Había pensado tantas veces en ello que acabé
distorsionando la noción del tiempo.
A la luz de una luna resplandeciente, apagué la luz, me tendí en el sofá y escuché el piano de
Bill Evans. La luz de la luna que se filtraba por la ventana alargaba las sombras de los objetos y
dejaba en la pared unas pálidas y borrosas pinceladas de tinta desleída. Saqué de la mochila una
petaca metálica llena de brandy y bebí un trago. Sentí cómo su calor descendía lentamente desde
la garganta hasta el estómago. Luego aquel calor se propagó del estómago a cada rincón de mi
cuerpo. Tomé otro trago, tapé la petaca y la devolví a la mochila. La luz de la luna parecía
temblar al compás de la música.
Treinta minutos después, Naoko y Reiko volvieron del baño.
—Me he asustado al ver la luz apagada y la casa a oscuras —dijo Reiko—. Temía que
hubieras recogido tus cosas y hubieras vuelto a Tokio.
—Hacía mucho tiempo que no veía una luna tan clara y he apagado la luz.
—Es precioso... —intervino Naoko—. Reiko, ¿quedan velas de las que usamos en el apagón
del otro día?
—Creo que hay alguna en el cajón de la cocina.
Naoko fue a la cocina, abrió el cajón y trajo una vela grande y blanca. Yo la encendí, dejé
caer la cera en un plato y la planté allí. Reiko encendió un cigarrillo con la llama de la vela.
Como de costumbre, reinaba un profundo silencio; inmersos en aquella quietud y reunidos
alrededor de la vela, parecíamos tres náufragos perdidos en los confines del mundo. Las sombras
mudas de la luna y las sombras danzantes de la vela se superponían, entretejiéndose unas con
otras sobre la blanca pared. Naoko y yo nos sentamos en el sofá, y Reiko, en la mecedora de
enfrente.
—¿Te apetece una copa de vino? —me preguntó Reiko.
—¿Se puede beber alcohol aquí? —exclamé con cierta sorpresa.
—En realidad no. —Reiko se rascó el lóbulo de la oreja con embarazo—. Pero suelen hacer
la vista gorda. Siempre que se trate de vino o cerveza y se beba en poca cantidad. De vez en
cuando le pido a un conocido de la plantilla que me compre un poco.
—A veces nos corremos una juerga las dos... —explicó Naoko con aire travieso.
—¡Qué bien! —dije.