Page 72 - Tokio Blues - 3ro Medio
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pero quería verte la cara y acostumbrarme a ti. Si no lo hago así, después no me sentiré cómoda.
               Soy muy torpe con la gente.
                   —¿Y ya vas acostumbrándote?
                   —Un poco. —Volvió a toquetearse el pasador—. Pero ya no tengo más tiempo. Debo irme.
                   Asentí.
                   —Watanabe, gracias por venir. Estoy muy contenta. Pero, si estar aquí representa una carga
               para ti, quiero que me lo digas con franqueza. Es un lugar especial que se rige por un sistema
               especial,  y  algunas  personas  no  logran  acostumbrarse.  Si  te  sucede  eso,  no  dudes  en
               comentármelo. No me sentiré decepcionada, ni  nada por el estilo. Aquí todos somos sinceros.
               Nos lo decimos todo con franqueza.
                   —Seré sincero —le prometí.
                   Naoko tomó asiento a mi lado y apoyó su cuerpo contra el mío. Al rodearla con mi brazo,
               reclinó la cabeza en mi hombro y rozó mi cuello con la punta de su nariz. Permaneció inmóvil en
               esta posición como si estuviera tomándome la temperatura. Abrazado a Naoko, sentí cómo se me
               caldeaba el corazón. Poco después, se levantó sin decir palabra, abrió la puerta y se marchó tan
               sigilosamente como había llegado. Al poco me adormilé en el sofá. Arropado por la presencia de
               Naoko, caí en un sueño mucho más profundo que los que había tenido en años. En la cocina
               estaba  la  vajilla  que  usaba  Naoko;  en  el  baño,  el  cepillo  de  dientes  que  usaba  Naoko;  en  el
               dormitorio, la cama donde dormía Naoko. En aquella casa impregnada de su presencia, dormí
               profundamente, exprimiendo, gota a gota, toda la fatiga acumulada en cada una de mis células.
               Soñé que era una mariposa danzando en la penumbra.
                   Al despertarme mi reloj de pulsera marcaba las 16:35. La tonalidad de la luz había cambiado,
               el viento había amainado y la forma de las nubes era distinta. Me noté sudado, así que saqué una
               toalla de la mochila, me enjugué la cara y me cambié la camisa. Luego fui a la cocina, bebí agua
               y miré Por la ventana. Distinguí las ventanas del edificio de enfrente. En el interior de la casa
               había algunas figuras  de papel  colgando de un  hilo. Siluetas de pájaros,  nubes, vacas  y  gatos
               acortadas con pulcritud y ensambladas las unas a las otras. En los alrededores no se veía un alma
               ni se oía el menor ruido. Me dio la sensación de estar viviendo, yo solo, en unas ruinas cuidadas
               con esmero.

                   El bloque C empezó a poblarse poco después de las cinco. Tras el cristal de la ventana de la
               cocina, vi cómo dos, no, tres mujeres pasaban por debajo. Las tres llevaban sombrero; no pude
               verles la cara ni adivinar su edad, pero, a juzgar por sus voces, no debían de ser jóvenes. Cuando
               doblaron  la  esquina  y  desaparecieron,  otras  cuatro  se  aproximaron  desde  el  mismo  lugar  y
               desaparecieron también por la misma esquina. Anochecía. Por la ventana de la sala de estar se
               veía el bosque y unas montañas. La cordillera estaba ribeteada de un halo de pálida luz.
                   Naoko  y  Reiko  volvieron  a  las  cinco  y  media.  Naoko  y  yo  nos  saludamos  como  si  nos
               encontráramos por primera vez. La chica parecía sentirse cohibida por mi presencia. Reiko se fijó
               en el libro que estaba leyendo y me preguntó cuál era.
                   —La montaña mágica de Thomas Mann —le dije.
                   —¿Por qué has traído un libro a un lugar como éste? —me preguntó Reiko atónita.
                   Tenía razón.
                   Reiko preparó café para los tres. Le hablé a Naoko de la súbita desaparición de Tropa-de-
               Asalto. Y le conté que el último día en que nos vimos me había regalado una luciérnaga.
                   —¡Qué lástima que se haya marchado! ¡Y yo que quería escuchar más historias suyas! —
               exclamó Naoko con pesar.
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