Page 65 - Tokio Blues - 3ro Medio
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entiende?, el segundo a la izquierda. Cuando vea un edificio antiguo, gire a la derecha y atraviese
               otra arboleda hasta llegar a un edificio de hormigón. Es el pabellón principal. Hay un letrero. No
               tiene pérdida.
                   Tal como me había indicado, me desvié por el segundo camino a la izquierda de la rotonda y,
               al fondo, encontré una casa antigua llena de encanto. En el jardín había unas rocas de hermosas
               formas y una linterna de piedra; las plantas estaban bien cuidadas. A todas luces, aquélla debía de
               haber sido una antigua villa de recreo. Tras torcer a la derecha y cruzar un macizo de árboles,
               apareció ante mis ojos un edificio de hormigón de tres plantas, que se levantaba sobre un terreno
               excavado, por lo que no daba una sensación imponente. Era de líneas simples, muy pulcro.
                   Se entraba por el primer piso. Subí unos escalones, abrí una puerta grande de cristal y me
               encontré a una mujer joven vestida de rojo sentada en la recepción. Le di mi nombre y le dije que
               el guarda me había indicado que preguntara por la doctora Ishida. Ella sonrió, señaló un sofá de
               color marrón que había en el vestíbulo y me dijo que me sentara y esperara unos instantes. Tomó
               el teléfono  y marcó un número. Me descolgué la mochila del hombro, me hundí en el sofá  y
               observé  el  lugar.  Era  un  vestíbulo  limpio  y  agradable.  Había  varias  plantas,  de  las  paredes
               colgaban  unas  pinturas  abstractas  de  buen  gusto  y  el  suelo  relucía.  Mientras  esperaba,  me
               entretuve contemplando mis zapatos reflejados en el pavimento.
                   Al rato la recepcionista me anunció que la doctora vendría enseguida. Asentí.  «¡Qué sitio
               más silencioso!», pensé. No se oía nada. «Debe de ser la hora de la siesta», me dije. Era una tarde
               tan  tranquila  que  parecía  que  todo,  personas,  animales  y  plantas,  estuviese  profundamente
               dormido.
                   Sin embargo, poco después se oyeron los pasos amortiguados de unos zapatos con suela de
               goma y apareció una mujer de mediana edad con el pelo corto y tieso. La mujer cruzó el vestíbulo
               en dirección a mí, se sentó a mi lado y cruzó las piernas. Me tomó la mano y la hizo girar arriba y
               abajo, estudiándola.
                   —Tú no has tocado ningún instrumento musical. Al menos durante los últimos años —me
               dijo a modo de saludo.
                   —No —respondí sorprendido.
                   —Lo dicen tus manos. —Sonrió.
                   Me pareció una mujer extraña. Tenía el rostro surcado de arrugas. Sin embargo, las arrugas,
               lejos  de  envejecerla,  le  conferían  una  juventud  que  trascendía  la  edad.  Formaban  parte  de  su
               rostro, como si ya hubiese nacido con ellas. Cuando sonreía, las arrugas sonreían; cuando ponía
               cara seria, las arrugas también ponían cara seria. Y cuando no sonreía ni estaba seria, las arrugas
               se esparcían por todo su rostro, irónicas y cálidas. Debía de rondar la cuarentena; era una mujer
               agradable y atractiva. Sentí hacia ella una simpatía instantánea.
                   Llevaba el pelo muy mal cortado, con puntas hacia arriba aquí y allá, y el flequillo le caía en
               desorden sobre la frente. Pero este peinado le favorecía. Vestía una camisa de trabajo azul encima
               de una camiseta blanca, unos holgados pantalones de algodón color crema y zapatillas de tenis.
               Era alta y delgada, apenas tenía pecho y curvaba con frecuencia los labios hacia un lado en un
               rictus irónico. En el rabillo del ojo se le dibujaban unas finas arrugas. Parecía una ebanista diestra
               y amable, aunque con un punto de cinismo.

                   Me miró de arriba abajo con una sonrisa pintada en los labios. Llegué a imaginar que, de un
               momento a otro, sacaría una cinta métrica del bolsillo y empezaría a medirme por todas partes.
                   —¿Sabes tocar algún instrumento musical?
                   —No —respondí.
                   —Es un lástima. Te divertiría.
                   Asentí. ¿A qué venía hablar de instrumentos musicales?
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