Page 64 - Tokio Blues - 3ro Medio
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quedábamos cuatro pasajeros, incluyéndome a mí, y todos bajamos del autobús para estirar las
piernas, fumarnos un cigarrillo y contemplar la ciudad de Kioto a nuestros pies. El conductor
orinó. Un hombre de unos cincuenta años y rostro atezado, que había cargado en el autobús una
gran caja de cartón atada con un cordel, me preguntó si iba a hacer montañismo. Asentí; era lo
más cómodo.
Al poco subió otro autobús en sentido opuesto, paró al lado del nuestro y el conductor bajó.
Tras intercambiar unas palabras, ambos conductores montaron en sus respectivos autobuses. Los
pasajeros volvimos a nuestros asientos, y los dos vehículos prosiguieron la marcha en sentido
contrario. Pronto descubrí la razón por la que nuestro autobús había esperado en lo alto del
desfiladero a que llegara el otro vehículo. Un poco más abajo, el camino se estrechaba, lo que
hacía imposible que dos autobuses grandes circularan al mismo tiempo. El autobús se cruzó con
varias furgonetas pequeñas y turismos. En cada ocasión, uno u otro vehículo tuvo que retroceder
y arrimarse a la parte más abierta de la curva.
Los pueblos que encontramos a lo largo del camino eran mucho más pequeños que los
anteriores, y los cultivos, más reducidos. La montaña se hizo más abrupta y llegó hasta el borde
del camino. Sin embargo, los perros, cuando el autobús entraba en los pueblos, ladraban con
furia, como si compitieran entre sí.
Me apeé en una parada donde no había nada. Ni personas ni campos. Únicamente el poste de
la parada, un riachuelo y la entrada de un camino de montaña. Me eché la mochila a la espalda y
enfilé hacia el sendero que discurría a lo largo del riachuelo. A la izquierda fluía el río; a la
derecha había un bosque. Tras avanzar unos quince minutos por la suave pendiente, por fin
encontré un ramal de anchura suficiente para permitir el paso de un coche y, en la entrada del
ramal, un cartel que decía: RESIDENCIA AMI. PROHIBIDO EL PASO A EXTRAÑOS.
En el sendero del bosque se distinguían las huellas de los neumáticos de los coches. Entre los
árboles se oía a ratos el batir de las alas de algún pájaro. Era un sonido tan nítido que parecía que
alguien lo hubiera amplificado sobre el resto de ruidos del bosque. Una sola vez se oyó en la
lejanía un disparo de escopeta, que sonó tan amortiguado como si llegara a través de varios
filtros.
Tras cruzar el bosque, me topé con un muro de color blanco. Se trataba de un muro no más
alto que yo mismo, sin estacas o tela metálica en lo alto, por lo que hubiera podido saltarlo sin
dificultad. La puerta, abierta de par en par, era negra, metálica y sólida, y la garita del guarda
estaba desierta. Al lado del portal había colgado otro cartel que decía: RESIDENCIA AMI.
PROHIBIDO EL PASO A EXTRAÑOS. En la garita advertí ciertos indicios de que, hasta unos
instantes atrás, había habido alguien: tres colillas en el cenicero, restos de té en una taza, un
transistor en la estantería y, colgado de la pared, un reloj cuyo rítmico tictac era un sonido seco.
Esperé a que el guarda volviera, pero, como no llegaba, pulsé dos o tres veces un timbre que vi
allí cerca. Detrás del portal había un aparcamiento con un minibús, un todoterreno y un Volvo de
color azul. El aparcamiento tenía capacidad para unos treinta vehículos, pero sólo lo ocupaban
esos tres.
Al cabo de dos o tres minutos, un guarda vestido de uniforme azul marino se acercó por el
sendero del bosque montado en una bicicleta amarilla. Era un hombre de unos sesenta años, alto
y con entradas. Apoyó la bicicleta en la pared de la garita y se excusó mecánicamente: «Perdone
que lo haya hecho esperar». En el guardabarros de la bicicleta había pintado un «32» con pintura
blanca. Después de decirle mi nombre, llamó por teléfono y repitió mi nombre dos veces. Le
comentaron algo, él asintió y colgó el auricular.
—Vaya al pabellón principal y allí pregunte por la doctora Ishida —me dijo el guarda—. Si
sigue por la arboleda encontrará una rotonda. Usted tome el segundo camino a la izquierda, ¿me