Page 63 - Tokio Blues - 3ro Medio
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                   El lunes, en cuanto me levanté de la cama a las siete de la mañana, corrí a lavarme la cara y a
               afeitarme  y,  sin  desayunar  siquiera,  me  dirigí  al  despacho  del  director  de  la  residencia  y  le
               anuncié que iba a estar dos días fuera, en la montaña. No era la primera vez que hacía un viaje
               corto aprovechando mis días libres, así que el director se limitó a decir: «¡Ah!». Tomé un metro
               atestado de gente que se dirigía a sus puestos de trabajo, fui hasta la estación de Tokio, compré
                                                                   18
               un billete de asiento no reservado para el Shinkansen  en dirección a Kioto, subí de un salto al
               primer Hikari, y, una vez dentro, desayuné una taza de café caliente y un bocadillo. Luego estuve
               una hora dormitando en el asiento.
                   Llegué a Kioto  unos minutos antes de las once. Siguiendo las indicaciones de Naoko, fui
               hasta Sanjō en el autobús urbano, me dirigí a pie a la cercana terminal de autobuses privados y
               pregunté a qué hora y de qué parada salía el autobús número 16. Al parecer, a las 11:35 de la
               parada que estaba más alejada. Tardaba poco más de una hora en llegar a su destino. Compré un
               billete y después entré en una librería del barrio, compré un mapa, me senté en la sala de espera y
               busqué el emplazamiento exacto de la Residencia Ami. Según el mapa, se encontraba en un lugar
               perdido en las montañas. El autobús se dirigía hacia el norte atravesando varias montañas y, al
               llegar a un punto donde no podía avanzar más, daba media vuelta y regresaba a la ciudad. Yo
               debía  apearme  poco  antes  de  la  última  parada.  Allí  encontraría  un  sendero  y,  según  indicaba
               Naoko, tras andar unos veinte minutos llegaría a la Residencia Ami. «¡Debe de ser un lugar muy
               tranquilo estando tan escondido entre las montañas!», pensé.
                   En cuanto subieron unos veinte pasajeros, el autobús arrancó y enfiló hacia el norte por el
               interior  de  la  ciudad,  siguiendo  el  curso  del  río  Kamo.  Conforme  avanzaba  hacia  el  norte,
               menudeaban los campos de cultivo y los descampados entre las hileras de casas. Las tejas negras
               de los tejados  y los plásticos de los invernaderos refulgían bajo el sol de principios de otoño.
               Poco después el autobús se adentró en las montañas. El camino era tortuoso y el conductor hacía
               girar sin descanso el volante a derecha e izquierda. Yo empecé a sentirme mareado. Aún tenía el
               sabor del  café de la mañana en la boca del  estómago. En  éstas, las curvas  se hicieron menos
               frecuentes y, en el momento en que yo lanzaba un suspiro de alivio, el autobús penetró en un
               gélido bosque de cedros. Los árboles se erguían tan altos como en una selva virgen, impidiendo
               el paso de los rayos del sol al tiempo que lo cubrían todo de sombras. El viento que entraba por
               las  ventanillas  se  enfrió  de  repente  y  la  piel  se  me  humedeció.  Durante  bastante  tiempo
               avanzamos a través del bosque de cedros siguiendo el curso del río y, cuando yo ya empezaba a
               creer que el mundo entero yacía enterrado para siempre en ese paraje, dejamos atrás el bosque y
               salimos  a  una  especie  de  cuenca  rodeada  de  montañas.  Hasta  donde  alcanzaba  la  vista,  se
               extendían unos campos verdes y, a lo largo del camino, fluía un río de aguas cristalinas. A lo
               lejos se alzaba una delgada columna de humo blanco; aquí y allá se veía ropa tendida al sol, y
               algunos perros ladraban. Frente a las casas había leña apilada hasta el alero y, encima del montón
               de leña, dormitaban unos gatos. En las casas no se veía un alma.
                   La misma escena se repitió una y otra vez. El autobús cruzaba un bosque de cedros, entraba
               en un pueblo, lo atravesaba y volvía a adentrarse en un bosque de cedros. Se detenía en cada
               pueblo  y  bajaban  algunos  pasajeros.  No  subió  ninguno.  A  los  cuarenta  minutos  de  trayecto
               llegamos  a  un  desfiladero  con  una  amplia  panorámica.  El  conductor  detuvo  el  autobús  y  nos
               anunció  una  parada  de  seis  minutos:  si  algún  pasajero  deseaba  apearse  podía  hacerlo.  Sólo

               18  Shinkansen es el nombre del tren bala japonés. Hikari era, en aquella época, el Shinkansen más rápido. (N. de la
               T.)
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