Page 57 - Tokio Blues - 3ro Medio
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—Uno al año, no creas —bromeó Nagasawa.
A decir verdad, a mí ya tanto me daba el sexo. Tras haber estado vagando tres horas y media,
un sábado por la noche, por aquella ruidosa parte de Shinjuku, observando aquella energía fruto
del deseo sexual y del alcohol, mi propio deseo había llegado a parecerme mezquino e
insignificante.
—¿Qué harás ahora? —me preguntó.
—Iré a ver una película en sesión golfa. Hace tiempo que no piso un cine.
—Entonces yo me voy a casa de Hatsumi. ¿Te importa?
—¿Por qué tendría que importarme? —le dije riéndome.
—Si quieres, puedo presentarte a alguna chica para pasar la noche en su casa. ¿Qué te
parece?
—Hoy me apetece ir al cine.
—Me sabe mal. Otro día te compensaré.
Nagasawa se perdió entre la multitud. Yo fui a una hamburguesería, comí una hamburguesa
con queso, bebí una taza de café y, en cuanto se me despejó la cabeza del alcohol, entré en un
cine que había cerca y vi El Graduado. No es una película muy interesante pero, como no tenía
otra cosa que hacer, la vi dos veces seguidas. Salí del cine a las cuatro de la madrugada y
deambulé sin rumbo por las frías calles de Shinjuku, sumido en mis cavilaciones.
Cuando me harté de andar, entré en una cafetería que permanecía abierta toda la noche y me
dispuse a esperar el primer tren leyendo y tomando otra taza de café. Poco después la cafetería se
llenó de personas que, al igual que yo, esperaban el primer tren. El camarero se acercó y me
preguntó si me importaba compartir la mesa con otros clientes. Accedí. Total, estaba leyendo.
¿Por qué iba a molestarme que se sentara alguien enfrente?
Dos chicas tomaron asiento. Tendrían una edad similar a la mía. Aunque no eran dos
bellezas, no estaban mal. Tanto el vestido como el maquillaje de ambas eran discretos, y no
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parecían la clase de chicas que ronda a las cinco de la madrugada por Kabukichō . Pensé que
algo debía de haberles sucedido para que hubieran perdido el último tren. Ellas suspiraron
aliviadas al verme. Yo iba correctamente vestido, me había afeitado aquella misma tarde y,
además, estaba absorto en la lectura de La montaña mágica, de Thomas Mann.
Una de las dos chicas era alta y corpulenta, vestía una parka de color gris y unos vaqueros
blancos, en las orejas lucía unos grandes pendientes con forma de concha, y cargaba una cartera
de plástico grande. La otra era menuda, llevaba gafas, vestía una camisa a cuadros, una chaqueta
azul y, en un dedo, lucía una sortija con una turquesa. Tenía dos tics: quitarse y ponerse las gafas
y presionarse los ojos con las puntas de los dedos.
Ambas pidieron café con leche y dos trozos de pastel, y se lo tomaron despacio mientras
discutían algo en voz baja. La chica alta inclinó varias veces la cabeza en ademán dubitativo, la
menuda asintió otras tantas. La música de Marvin Gaye, o de los Bee Gees, me impidió entender
lo que estaban diciendo, pero, por lo que pude colegir, la menuda estaba triste, o enfadada, y la
otra intentaba tranquilizarla. Yo leía el libro y las observaba, alternativamente.
Cuando la chica menuda, bolso al hombro, se dirigió a los servicios, la otra me abordó. Yo
dejé el libro y la miré.
—Disculpa. ¿Conoces algún bar por aquí cerca donde podamos tomar una copa?
—¿A las cinco de la madrugada? —le pregunté sorprendido.
—Sí.
17 Parte de Shinjuku, en Tokio, donde se concentran los lugares de ocio. (N. de la T.)