Page 52 - Tokio Blues - 3ro Medio
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—Déjalo correr. Tanto da —añadió.
Aquella tarde de domingo sucedieron muchas cosas, una tras otra. Fue un día extraño. Hubo
un incendio allí cerca y nosotros subimos al terrado del segundo piso para verlo, donde nos
besamos sin más. Dicho de esta manera, suena estúpido, pero así fueron las cosas.
Estábamos de sobremesa, tomando una taza de café y charlando sobre la universidad cuando
empezaron a oírse las sirenas de los bomberos. El volumen de las sirenas fue creciendo; también
pareció aumentar de número. Bajo la ventana corría mucha gente, algunos gritaban. Midori fue a
una habitación que daba a la calle, abrió la ventana y, tras decirme que esperara un momento,
desapareció. Se oyeron sus pasos subiendo precipitadamente la escalera.
Mientras me tomaba el café yo solo, me estuve preguntando dónde debía de estar Uruguay.
Pensé: «Allí está Brasil, allá Venezuela y allá Colombia». Pero no logré acordarme de dónde
estaba Uruguay. En éstas, Midori bajó y gritó: «¡Eh! ¡Ven, deprisa!». Tras ella, subí una escalera
empinada y estrecha que había al fondo del pasillo y salí a un amplio terrado. Dado que la finca
era bastante más alta que los edificios de alrededor, desde el terrado se dominaba el vecindario
con la mirada. Tres o cuatro casas más allá, se alzaba una densa nube de humo que cabalgaba
sobre la brisa hacia la avenida. El aire olía a quemado.
—¡Es en casa del señor Sakamoto! —Midori se asomó por encima de la barandilla—. El
señor Sakamoto antes era carpintero. Pero cerró el negocio y ahora ya no trabaja.
Yo también me asomé por encima de la barandilla. La casa quedaba oculta tras un edificio de
tres plantas y no podía calibrarse bien la situación, pero, al parecer, habían llegado tres o cuatro
coches de bomberos y las labores de extinción del fuego proseguían. La calle era estrecha, de
modo que, a lo sumo, podían entrar dos coches, y el resto aguardaba su turno en la avenida. En la
calle se agolpaban los curiosos.
—Quizá deberíamos reunir los objetos de valor y evacuar la casa —traté de decirle a
Midori—. Por suerte, el viento sopla en dirección contraria, pero puede cambiar en cualquier
momento, y aquí al lado hay una gasolinera. ¡Vamos, te ayudo a recoger los objetos de valor!
—No tenemos nada valioso —claudicó Midori.
—Algo habrá. Libretas de ahorro, sellos registrados, certificados, esas cosas. Para empezar,
necesitarás dinero.
—No lo necesito porque no pienso huir.
—¿Aunque se queme la casa?
—Sí. No me importa morir.
La miré a los ojos. Ella me devolvió la mirada. No tenía la menor idea de hasta qué punto
bromeaba. Mantuve la mirada fija en ella unos instantes, pero luego pensé: «Qué importa...».
—Como quieras. Me quedo contigo —dije.
—¿Morirás a mi lado? —A Midori le brillaban los ojos.
—¡Ni hablar! Si las cosas se ponen feas huiré. Si quieres morirte, hazlo tú sólita.
—¡Qué despiadado eres!
—No voy a morir contigo sólo porque me has invitado a comer. Si se tratara de una cena,
todavía.
—¡Entendido! Pero, de todas formas, quedémonos un rato más a ver qué ocurre. Podemos
cantar canciones. Y si las cosas se ponen feas, ya decidiremos qué hacemos.
—¿Cantar?
Midori subió al terrado dos cojines, cuatro latas de cerveza y una guitarra. Y bebimos cerveza
contemplando la densa columna de humo. La chica cantó acompañándose de la guitarra. Le
pregunté si los vecinos se enfadarían, porque contemplar desde el terrado cómo se quema el
barrio bebiendo y cantando no me parecía una actitud encomiable.