Page 55 - Tokio Blues - 3ro Medio
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mi familia todos contraemos enfermedades graves y morimos tras una larga agonía. Debemos de
llevarlo en la sangre. Tardamos muchísimo en morirnos. Tanto que al final ya no sabes si estás
vivo o muerto. La única conciencia que queda es la del dolor y el sufrimiento.
Midori se acercó un cigarrillo Marlboro a los labios y lo encendió.
—Tengo miedo de morir de ese modo. La sombra de la muerte va invadiendo despacio, muy
despacio, el territorio de la vida y, antes de que te des cuenta, todo está oscuro y no se ve nada, y
la gente que te rodea piensa que estás más muerta que viva... Es eso. Yo eso no lo quiero. No
podría soportarlo.
Por fin, al cabo de media hora el incendio fue sofocado. No hubo heridos. Todos los coches
de bomberos, menos uno, abandonaron el lugar, y los curiosos se dirigieron a la calle comercial
entre un baturrillo de voces. Un coche patrulla se quedó regulando el tráfico con las luces girando
en el callejón. Dos cuervos, que habían venido de vete a saber dónde, posados sobre un poste de
la electricidad, observaban la actividad que se desarrollaba bajo sus ojos.
Midori parecía exhausta. Tenía el cuerpo desmadejado, la vista perdida en la lejanía. Apenas
hablaba.
—¿Estás cansada? —le pregunté.
—No, no es eso —dijo—. Hacía mucho tiempo que no me dejaba ir de este modo.
Nos miramos a los ojos. Le rodeé los hombros con un brazo y la besé. Midori tensó el cuerpo
un momento, se relajó de inmediato y cerró los ojos. Nuestros labios permanecieron unidos unos
cinco o seis segundos. El sol de principios de otoño proyectaba en sus mejillas la sombra de las
pestañas, agitadas por un temblor casi imperceptible. Fue un beso dulce, cariñoso, sin ningún
significado. De no haberme encontrado sentado en el terrado, al sol de la tarde, bebiendo cerveza
y contemplando el incendio, no la hubiera besado, y creo que a ella le sucedía lo mismo. Al
contemplar los tejados brillantes de las casas, el humo y las libélulas rojas, había brotado entre
nosotros un sentimiento cálido e íntimo que, de manera inconsciente, habíamos deseado
materializar. Así fue nuestro beso. Sin embargo, era un beso que no estaba exento de peligro.
La primera en hablar fue Midori. Me acarició la mano mientras me contestaba con embarazo
que salía con alguien. Contesté que ya lo suponía.
—¿Y a ti te gusta alguna chica?
—Sí.
—Pero estás libre todos los domingos.
—Es muy complicado.
Comprendí que la magia de aquella tarde de principios de otoño se había desvanecido.
A las cinco le dije a Midori que me iba a trabajar y abandoné su casa. Le había propuesto
salir a tomar algo, pero ella había rechazado mi invitación alegando que estaba esperando una
llamada.
—Quedarme todo el día en casa esperando una llamada es algo que odio con todo el alma. Si
estoy sola, me da la sensación de que voy pudriéndome y deshaciéndome, hasta convertirme en
un líquido verdoso que es absorbido por la tierra. De mí sólo sobrevive la ropa. Ésta es la
sensación que tengo cuando me quedo todo el día en casa esperando una llamada.
—Si tienes que quedarte otro día, puedo hacerte compañía. Comida incluida.
—Está bien. Te prepararé un incendio de postre —bromeó Midori.
Al día siguiente Midori no apareció en clase de Historia del Teatro II. Al terminar ésta, entré
en el comedor y tomé un almuerzo frío y malo a solas, y después me senté al sol a contemplar la
escena que se desarrollaba a mi alrededor. A mi lado, de pie, dos chicas mantenían una larga