Page 56 - Tokio Blues - 3ro Medio
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conversación. Una de ellas abrazaba contra su pecho una raqueta de tenis con tanto amor como si
fuera un bebé; la otra llevaba varios libros y un LP de Leonard Bernstein. Ambas eran hermosas
y parecían disfrutar enormemente de su charla. Desde el club de estudiantes, llegaba una voz
haciendo escalas en tonos graves. Aquí y allá se veían grupos de cuatro o cinco estudiantes
debatiendo lo que les pasaba por la cabeza, riéndose y gritando. En los aparcamientos vi a unos
chavales montados en patín. Un profesor con una cartera de cuero entre los brazos cruzaba el
lugar, esquivándolos. En el patio unas chicas con casco de moto y en cuclillas escribían en un
cartel algo sobre la invasión del imperialismo americano en Asia. Aquélla era una típica escena
de universidad durante el descanso del mediodía. Pero ese día, al contemplarla por primera vez
después de tanto tiempo, me di cuenta de un hecho. Cada cual a su manera, todos parecían
felices. ¿Lo eran en realidad? En cualquier caso, aquel plácido mediodía de finales de septiembre,
la gente se veía contenta y eso me hizo sentir aún más solo que de costumbre. Porque yo era el
único que no pertenecía a ese cuadro.
¿A qué cuadro pertenecí durante esos años? La última escena familiar que recordaba era
jugando al billar con Kizuki cerca del puerto. Aquella misma noche Kizuki se había suicidado y,
a partir de entonces, una corriente de aire helado se había interpuesto entre el mundo y yo. Me
pregunté qué había representado Kizuki para mí. No hallé respuesta. Lo único que sabía era que,
con su muerte, había perdido para siempre una parte de mi adolescencia. Podía percibirlo con
toda claridad. Pero discernir qué significado podía tener o qué consecuencias podía conllevar era
algo que no alcanzaba a ver.
Permanecí largo tiempo allí sentado observando cómo la gente iba y venía por el campus.
Pensé que quizás encontraría a Midori, a quien no vi aquel día. Cuando acabó el descanso del
mediodía, me fui a la biblioteca a preparar la clase de alemán.
Esa tarde de sábado Nagasawa vino a mi cuarto y me dijo que había conseguido pases de
pernoctación, que si me apetecía salir con él por la noche. Acepté. Toda la semana había estado
aturdido y me apetecía acostarme con una chica, fuera quien fuese.
Al atardecer me tomé un baño, me afeité y me puse una chaqueta de algodón encima del
polo. Cené con Nagasawa en el comedor y subimos al autobús en dirección a Shinjuku. Nos
apeamos en la animada zona de Shinjuku San-chō-me y, tras vagar un rato por allí, entramos en
el bar de siempre y esperamos a que se acercaran unas chicas que nos gustaran. Aquel local se
distinguía porque lo frecuentaban grupos de chicas solas, aunque esa noche no apareció ninguna.
Estuvimos allí unas dos horas bebiendo whiskies con soda para permanecer sobrios. Dos chicas
con cara de simpáticas se sentaron en la barra y pidieron un Gimlet y un Margarita. Raudo y
veloz, Nagasawa se les acercó, pero ellas ya habían quedado con otros. A pesar de ello,
estuvimos un rato hablando con ellas distendidamente, hasta que llegaron sus chicos y nos
abandonaron.
Nagasawa me propuso probar suerte en otro sitio y me llevó a un pequeño bar apartado de las
calles principales, donde la mayoría de los clientes ya estaban borrachos y armando alboroto. En
la mesa del rincón había tres chicas sentadas; nos encaminamos hacia ellas y nos pusimos a
hablar los cinco. La atmósfera era agradable. Todos estábamos de muy buen humor. Pero cuando
les propusimos ir a tomar la última copa, ellas dijeron que tenían que marcharse porque les
cerraban el portal. Las tres vivían en una residencia femenina. Volvimos a cambiar de local, pero
no resultó. Por una u otra razón, aquella noche no tuvimos éxito con las chicas.
A las once y media Nagasawa reconoció que no había habido suerte.
—Me sabe mal haberte arrastrado de aquí para allá —dijo.
—No importa. Lo he pasado bien viendo que tú también tienes días malos.