Page 53 - Tokio Blues - 3ro Medio
P. 53

—No te preocupes. A nosotras no nos importa el qué dirán.
                   Cantó  las  canciones  folk  que  había  tocado  tiempo  atrás.  Por  más  buena  intención  que  le
               pusiera, no puedo decir que Midori tocara o cantara bien, pero parecía disfrutar haciéndolo. Lo
               cantó todo de principio a fin: Lemon Tree, Puff el dragón mágico, Five Hundred Miles, Where
               Have All the Flowers Gone?, Michael, Row the Boat Ashore. La acompañé tarareando los tonos
               bajos que ella me indicó, pero lo hacía tan mal que pronto desistí, y ella siguió cantando sola, a su
               aire. Entre sorbo y sorbo de cerveza, yo la escuchaba, muy atento a la evolución del incendio. Vi
               repetidas veces que la humareda se espesaba de repente para remitir a continuación. La gente
               gritaba y daba órdenes. Un helicóptero de un periódico sobrevoló la escena con un fuerte batir de
               aspas,  tomó  unas  fotografías  y  se  alejó.  Recé  por  que  no  saliéramos  en  ninguna.  Un  policía
               gritaba por el megáfono a la multitud que retrocediera. Los niños llamaban a sus madres entre
               sollozos. Se oyó el estrépito de cristales rotos. Poco después, el viento se arremolinó y una blanca
               lluvia  de  ascuas  y  ceniza  empezó  a  caer  a  nuestro  alrededor.  Entre  trago  y  trago  de  cerveza,
               Midori siguió cantando como si tal cosa. Cuando terminó su repertorio, interpretó una curiosa
               canción que había compuesto ella misma.

                                Quiero cocinarte un estofado,
                                pero no tengo cazuela.
                                Quiero tejerte una bufanda,
                                pero no tengo lana.
                                Quiero escribirte una poesía,
                                pero no tengo pluma.

                   —Se titula No tengo nada —dijo.
                   La letra era espantosa, lo mismo que la melodía.
                   Mientras escuchaba aquella canción absurda, pensaba que si el fuego alcanzaba la gasolinera
               la casa volaría por los aires. Cuando se hartó de cantar, Midori se tendió como un gato al sol y
               posó la cabeza en mi hombro.
                   —¿Qué te ha parecido mi canción? —me preguntó.
                   —Es única y original y refleja fielmente tu personalidad —respondí con cautela.
                   —Gracias —dijo ella—. No tengo nada..., ése es el lema.
                   —Sí, ya me lo ha parecido —asentí.
                   —Cuando murió mi madre —Midori se volvió hacia mí—, no sentí la menor tristeza.
                   —¿Ah, no?
                   —Y ahora que mi padre se ha ido, tampoco.
                   —¿Ah, no?
                   —¿Te parece inhumano?
                   —Supongo que tendrás tus razones.
                   —Pues  sí,  varias  —reconoció  Midori—.  Todo  ha  sido  muy  complicado  en  casa.  Pero  yo
               siempre he pensado que, tratándose de mis padres, al morirse o al separarnos yo debía sentirme
               triste. Sin embargo, no siento nada. Ni tristeza, ni soledad, ni amargura; apenas pienso en ellos. A
               veces  sueño  con  ellos,  eso  sí.  Mi  madre  me  mira  fijamente  desde  las  tinieblas  y  me  hace
               reproches.  «¡Tú  te  alegras  de  que  esté  muerta!»,  me  dice.  No  me  alegra  que  mi  madre  haya
               muerto,  pero  tampoco  estoy  muy  triste.  No  derramé  una  sola  lágrima.  Aunque,  cuando  de
               pequeña se murió el garito, me pasé toda la noche llorando.
                   «¿Por qué sale tanto humo?», me decía. Aunque no se veía fuego, no parecía que el incendio
               se  hubiera  extendido,  porque  emanaba  esa  imponente  columna  de  humo.  «¿Cuánto  tiempo
               seguirá ardiendo?», me pregunté.
   48   49   50   51   52   53   54   55   56   57   58