Page 50 - Tokio Blues - 3ro Medio
P. 50
comen a solas con un hombre, no van contando que han estado tres meses llevando el mismo
sujetador.
—Verás. Soy una leñadora. —Midori se hurgó la aleta de la nariz—. Nunca he logrado ser
una chica refinada. A veces lo intento medio en broma, pero nunca se me pega. ¿Hay algo más
que quieras decirme?
—Que las chicas no fuman Marlboro.
—Tanto da. Todos saben igual de mal —dijo. Hizo girar la cajetilla roja en su mano—.
Empecé a fumar el mes pasado. En realidad, no me apetecía. Pero se me ocurrió que estaría bien
probarlo.
—¿Por qué?
Midori juntó las palmas de sus manos sobre la mesa y reflexionó un momento.
—¿Y por qué no? ¿Tú no fumas?
—Lo dejé en junio.
—¿Y por qué lo dejaste?
—Porque era muy pesado. Quedarme sin tabaco a medianoche era un tormento. Por eso lo
dejé. No me gusta depender tanto de las cosas.
—Estoy segura de que eres de esas personas que se lo piensan todo muy bien.
—No sé. Tal vez. Quizá por eso no le gusto demasiado a la gente.
—Eso te pasa porque da la impresión de que no te importa no gustar a los demás. Y hay
gente que no lo soporta —musitó ella con la mejilla apoyada en la palma de la mano—. Pero a mí
me gusta hablar contigo. ¡Hablas de una manera tan rara! «No me gusta depender tanto de las
cosas.»
La ayudé a lavar los platos. De pie, a su lado, iba secando con un trapo los cacharros que ella
fregaba y los iba apilando al lado del fregadero.
—Por cierto, ¿dónde está tu familia? —pregunté.
—Mi madre, en la tumba. Murió hace dos años.
—Eso ya me lo has dicho antes.
—Y mi hermana mayor ha salido con su prometido. Supongo que habrán ido a algún sitio en
coche. Él trabaja en una empresa de automóviles y le encantan los coches. A mí no mucho, si te
soy sincera.
Midori siguió lavando platos en silencio; yo también enmudecí y seguí secando cacharros.
—Queda mi padre... —prosiguió poco después.
—Sí.
—Mi padre se fue a Uruguay en junio del año pasado y todavía no ha vuelto.
—¿A Uruguay? —pregunté sorprendido.
—Quería irse a vivir allí. Es una locura, pero resulta que un compañero suyo del ejército
tiene una granja en Uruguay. Un día, sin más, mi padre nos informó de que se iba a Uruguay, que
allí tenía un futuro; subió al avión y se marchó. Nosotros intentamos disuadirle como pudimos
diciéndole que allí no se le había perdido nada, que no hablaba el idioma, que a duras penas había
salido de Tokio en toda su vida. Pero fue inútil. Cuando perdió a mamá recibió un duro golpe. Y
se le aflojó un tornillo. De tanto como quería a mi madre.
Me quedé mirándola boquiabierto sin saber qué añadir.
—¿Sabes lo que nos dijo a mi hermana y a mí cuando murió mi madre? Lo siguiente: «¡Qué
rabia me da! Hubiera preferido mil veces que os murierais vosotras antes que perder a vuestra
madre». Nosotras nos quedamos pasmadas. Estas palabras no pueden justificarse bajo ningún
concepto. Puedo entender la amargura, la soledad, el desconsuelo que sentía al haber perdido a su