Page 47 - Tokio Blues - 3ro Medio
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—En absoluto. Sube al primer piso. Ahora no puedo dejar lo que estoy haciendo. —Y cerró
la ventana.
Levanté un metro la puerta haciendo un ruido espantoso, me escurrí hacia el interior y volví a
bajarla. La tienda estaba oscura como boca de lobo. Tropecé con un paquete de revistas para
devolver depositado en el suelo y a punto estuve de caer, pero, al final, logré cruzar la librería.
Me quité los zapatos a tientas y subí. El interior de la casa estaba sumido en la penumbra. En la
entrada había un sencillo recibidor con un tresillo. La estancia no era muy amplia y, por la
ventana, entraba una luz mortecina que recordaba una película polaca antigua. A mano izquierda,
vi una especie de almacén; también se vislumbraba la puerta del lavabo. Subí con infinitas
precauciones una escalera empinada que quedaba a la derecha y llegué al primer piso. Éste era
mucho más luminoso que la planta baja, lo que me hizo lanzar un suspiro de alivio.
—iEh! ¡Por aquí! —se oyó en algún lugar la voz de Midori.
En lo alto de las escaleras, a la derecha, estaba el comedor y, al fondo, la cocina. La casa,
aunque vieja, parecía haber sido reformada recientemente y tanto el fregadero como los grifos y
los armarios de la cocina eran nuevos y relucientes. Midori preparaba la comida. Se la oía
remover algo en la cazuela y el olor a pescado asado inundaba la cocina.
—En la nevera hay cerveza. Siéntate ahí y tómate una —dijo Midori mirándome.
Saqué una lata de cerveza del frigorífico, me senté a la mesa y me la bebí. Estaba tan fría que
me pregunté si llevaría medio año dentro de la nevera. Sobre la mesa había un pequeño cenicero
de color blanco, un periódico y una salsera con salsa de soja, papel de notas y un bolígrafo; en el
papel había anotado un número de teléfono y unas cifras que parecían la cuenta de la compra.
—Termino en diez minutos. ¿Te importa esperarme ahí sentado?
—No —dije.
—Ve abriendo el apetito. Hay mucha comida.
Entre sorbo y sorbo de cerveza fría, observé a Midori, de espaldas, que cocinaba con esmero.
Movía su cuerpo con agilidad y destreza mientras realizaba cuatro tareas a la vez. Viéndola, uno
pensaba que estaba probando lo que se cocía en la cazuela, que picaba algo sobre la tabla de
cortar o sacaba algo del frigorífico y lo servía en un plato, o que estaba lavando un cacharro que
ya no necesitaba. De espaldas, recordaba a un percusionista indio. De esos que, mientras están
haciendo sonar unas campanillas, aporrean una tabla y golpean unos huesos de búfalo de agua.
Todos sus movimientos eran rápidos y precisos, el equilibrio perfecto. La contemplé con
admiración.
—Si puedo ayudarte en algo, dímelo.
—Tranquilo. Estoy acostumbrada a hacerlo sola. —Midori me miró de soslayo y esbozó una
sonrisa.
Vestía unos vaqueros ceñidos y una camiseta azul marino con una gran manzana, el logotipo
de Apple Records, impresa detrás. De espaldas, Midori tenía unas caderas muy estrechas. De tan
frágiles que parecían hacían pensar que se había saltado una etapa del crecimiento, la de cuando
se desarrollan las caderas. Eso le daba un aspecto mucho más andrógino que la mayoría de las
chicas cuando llevan vaqueros ceñidos. La luz clara que entraba por la ventana de encima del
fregadero ribeteaba vagamente su silueta.
—No tenías que haber preparado semejante banquete —le dije.
—No es ningún banquete. —Midori se volvió—. Ayer estuve ocupada y no pude comprar
gran cosa. He tenido que apañarme con lo que había en la nevera. Así que no te preocupes.
Además, la hospitalidad es una tradición familiar. En mi casa nos gusta agasajar a la gente. Lo
llevamos en la sangre. Es una especie de enfermedad. No somos especialmente amables, tampoco
somos especialmente populares, pero cuando tenemos invitados nos desvivimos por ellos. Para