Page 46 - Tokio Blues - 3ro Medio
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El domingo me levanté a las nueve de la mañana, me afeité, hice la colada y tendí la ropa en
               la azotea. Hacía un día espléndido. Se percibían los primeros efluvios del otoño. Un enjambre de
               libélulas rojas revoloteaba en el patio y los niños del barrio las perseguían con un cazamariposas
               en la mano. No hacía ni pizca de viento y la bandera colgaba, lacia, del asta. Me puse una camisa
               bien planchada, salí del dormitorio y me dirigí a pie a la estación del tranvía. El domingo por la
               mañana no se veía un alma por aquel barrio de estudiantes, desierto y con la mayoría de tiendas
               cerradas. Los ruidos de la ciudad resonaban con una claridad inusitada. Una chica que calzaba
               unos zuecos cruzó la calle con un repiqueteo de madera sobre el asfalto; junto a la cochera del
               tranvía  unos  cuatro  o  cinco  niños  tiraban  piedras  a  unas  latas  vacías  alineadas.  Había  una
               floristería abierta donde compré unos narcisos. Era un poco extraño comprar narcisos en otoño,
               pero a mí siempre me han gustado los narcisos.
                   Aquel domingo por la mañana sólo había tres ancianas en el tranvía. Cuando subí, las tres me
               miraron de arriba abajo y luego miraron las flores que llevaba en la mano. Una de las ancianas
               me sonrió. Le devolví la sonrisa. Me senté en el último asiento, contemplé los viejos edificios
               que iban sucediéndose, uno tras otro, a ras de la ventanilla. El tranvía casi rozaba los edificios al
               pasar. En  el  tendedero  de una casa vi  diez macetas de tomates  y, a su  lado, un  gato  negro  y
               grande dormitando al sol. Más allá, un niño hacía pompas de jabón. Se oía una canción de Ayumi
               Ishida. Incluso podía olerse el curry. El tranvía se abría paso entre la intimidad de las callejuelas.
               A lo largo del trayecto, subieron algunos pasajeros, pero las tres ancianas continuaron absortas en
               su conversación, incansables, con las cabezas muy juntas.
                   Me apeé cerca de la estación de Otsuka y, siguiendo el plano que Midori me había dibujado,
               caminé por una avenida poco concurrida. Los comercios situados a ambos lados no parecían muy
               prósperos y los interiores se adivinaban oscuros. Los letreros estaban medio borrados. A juzgar
               por la antigüedad y el estilo de los edificios, aquella zona no había sido bombardeada durante la
               guerra. Y la hilera de casas había quedado tal como estaba. Por supuesto, algunas casas habían
               sido  reconstruidas,  otras,  ampliadas  o  restauradas,  pero  ésas  eran  precisamente  las  que  más
               ruinosas se veían. La atmósfera del barrio hacía suponer que la mayoría de la gente, harta de la
               contaminación, del ruido y de los alquileres altos, se había mudado a los suburbios, y que sólo
               quedaban los apartamentos baratos, las viviendas cedidas por la compañía, las tiendas de difícil
               traslado  y  algunas  personas  tercas  que  se  aferraban  al  lugar  donde  habían  vivido  siempre.  El
               humo de los tubos de escape de los coches lo cubría todo de una pátina de suciedad, como si
               fuera una bruma. Cuando, tras  andar unos diez minutos, giré  en una  gasolinera, encontré una
               pequeña calle comercial y, justo en el medio, vi un letrero que decía LIBRERÍA KOBAYASHI.
               Ciertamente, no era una tienda grande, pero tampoco tan pequeña como se desprendía del relato
               de Midori. Era la típica librería de barrio. Se parecía mucho a la librería a la que yo, de pequeño,
               corría a comprar mis tebeos el día en que salían a la venta. De pie frente a ella, sentí nostalgia. En
               cualquier barrio había una librería como aquélla.
                   La tienda tenía la puerta metálica bajada donde se leía el rótulo: SEMANARIO BUNSHUN.
               TODOS LOS JUEVES A LA VENTA. Faltaban quince minutos para las doce. Dado que no me
               apetecía matar el tiempo andando por la calle con los narcisos en la mano, pulsé el timbre que
               estaba al lado de la puerta metálica, retrocedí dos o tres pasos y esperé. Quince segundos después,
               aún  no  me  habían  respondido.  Estaba  dudando  si  volver  a  llamar  al  timbre  cuando,  sobre  mi
               cabeza, una ventana se abrió con estrépito. Alcé la mirada y vi que Midori se asomaba secándose
               las manos.
                   —¡Sube la puerta y entra! —me gritó.
                   —¡Llego pronto! ¿Te importa? —le grité en respuesta.
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