Page 39 - Tokio Blues - 3ro Medio
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la frase, pero acabé hartándome y volví a la residencia, me eché sobre la cama y acabé de leer
               Lord  Jim,  de  Joseph  Conrad,  que  me  había  prestado  Nagasawa.  Luego  fui  a  su  habitación  a
               devolvérselo.
                   Nagasawa se disponía a ir a cenar, así que lo acompañé al comedor y comí con él.
                   Le  pregunté  cómo  le  habían  ido  los  exámenes  del  Ministerio  de  Asuntos  Exteriores.  En
               agosto había tenido lugar la segunda convocatoria de exámenes del nivel superior.
                   —Lo normal —respondió como si nada—. Tú vas, haces lo mismo de siempre y apruebas.
               Debates, entrevistas... Es como ligarse a una chica. No hay ninguna diferencia.
                   —O sea, que han sido fáciles —dije—. ¿Cuándo te darán los resultados?
                   —A principios de octubre. Si apruebo te invitaré a una buena comida.
                   —¿Y cómo son esos exámenes? ¿Sólo se presentan personas como tú?
                   —¡No jodas! La mayoría son unos cretinos. Imbéciles o chalados. De la gente que aspira a
               burócrata, el noventa y cinco por ciento es basura. No te miento. Tíos que apenas saben leer.
                   —¿Entonces por qué quieres entrar en el Ministerio de Asuntos Exteriores?
                   —Por  varias  razones  —comentó  Nagasawa—.  Por  una  parte,  me  apetece  trabajar  en  el
               extranjero. Sobre todo porque allí podré medir mis fuerzas en el ámbito más amplio posible, es
               decir, en el Estado. Quiero ver hasta dónde puedo llegar, cuánto poder puedo detentar dentro de
               ese estúpido y enorme sistema burocrático.
                   —Suena como si fuese un juego.
                   —Exacto. No ambiciono el poder o el dinero. Tal vez sea un egoísta, pero es increíble lo
               poco que me interesan. En eso parezco un santo. Es más que nada curiosidad. Quiero medir mis
               fuerzas en el mundo cruel.
                   —Supongo que no tienes ideales...
                   —Claro que no. La vida no los necesita. Lo que hace falta son pautas de conducta, no ideales.
                   —Pero también hay otras formas de vida, ¿no crees? —le pregunté.
                   —¿No te gustaría tener una vida como la mía?
                   —Dejémoslo  correr.  Ni  me  gusta  ni  me  disgusta.  No  puedo  entrar  en  la  Universidad  de
               Tokio, ni puedo acostarme con quien quiera cuando quiera. Tampoco tengo el don de la palabra.
               La  gente no me trata con respeto. No tengo novia, ni  perspectivas de futuro cuando me haya
               licenciado en literatura por una universidad privada de segunda categoría. ¿Qué puedo decir?
                   —¿Envidias mi vida?
                   —No, no la quiero para mí —añadí—. Estoy demasiado acostumbrado a ser yo. Y, a decir
               verdad, no siento el menor interés por la Universidad de Tokio o por el Ministerio de Asuntos
               Exteriores. Pero sí te envidio por tener una novia tan maravillosa como Hatsumi.
                   Nagasawa comió en silencio durante un rato.
                   —Watanabe —dijo una vez terminó de cenar—, tengo la sensación de que, dentro de diez o
               veinte años, volveremos a encontramos. Intuyo que estaremos conectados de una u otra manera.
                   —Pareces salido de una novela de Dickens. —Me reí.
                   —Lo que tú digas. —Soltó una carcajada—. Pero suelo acertar en mis predicciones.
                   Después de la cena fuimos a un bar que había por allí cerca a tomar unas copas. Estuvimos
               bebiendo hasta pasadas las nueve.
                   —Nagasawa, ¿cuáles son tus principios? —pregunté.
                   —Te vas a reír —dijo.
                   —No me reiré.
                   —Ser un caballero.
                   No me reí, pero estuve a punto de caerme de la silla;
                   —¿Lo que se entiende por un caballero?
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