Page 34 - Tokio Blues - 3ro Medio
P. 34
4
Durante las vacaciones de verano, la universidad pidió la intervención de las fuerzas
antidisturbios, que desmontaron las barricadas y arrestaron a todos los estudiantes parapetados
tras ellas. No era nada nuevo. En aquella época sucedía lo mismo en todas las universidades.
Después de todo, la universidad no fue desalojada. Había demasiado capital invertido en ella para
que una revuelta de estudiantes pudiera desmantelarla así como así. Además, ni siquiera los
mismos estudiantes que habían levantado las barricadas pretendían desalojarla seriamente. Sólo
pretendían cambiar el organigrama de la universidad, y a mí me traía sin cuidado en qué manos
estaba el poder. Así que no me conmoví cuando aplastaron la huelga.
Cuando en septiembre volví a la universidad, esperaba encontrármela casi en ruinas. Pero
estaba intacta. No habían saqueado los libros de la biblioteca, ni habían desvalijado los despachos
de los profesores ni habían incendiado el edificio que alojaba la asociación de alumnos. Me
quedé estupefacto. «¿Entonces qué han estado haciendo esos tíos?», pensé.
Al volver a la normalidad, bajo la tutela de las fuerzas antidisturbios, los primeros en asistir a
clase fueron los líderes de la huelga. Entraban en el aula, tomaban apuntes, respondían cuando los
profesores pasaban lista como si nada hubiese sucedido. Era inconcebible, porque la huelga
seguía en pie y nadie la había desconvocado. Lo único que había ocurrido era que la universidad
había solicitado la presencia de las fuerzas antidisturbios y éstas habían desmontado las
barricadas. Pero, en teoría, la huelga seguía activa. Aquellos tipos, al declarar el inicio de la
huelga, habían aullado y se habían pavoneado tanto como habían querido, habían insultado a los
estudiantes que se oponían (o a los que manifestaban sus dudas), linchándolos casi. Me dirigí
hacia ellos y les pregunté por qué asistían a clase en vez de hacer huelga. No supieron
responderme. ¿Qué podían decir? Temían perder los créditos por falta de asistencia. Me costó
creerlo. Era patético que aquellos tipos hubieran proclamado que desalojaran la universidad. Los
muy miserables aullaban o susurraban según de qué lado soplaba el viento.
«¡Eh, Kizuki! ¡Ya ves qué mierda de mundo!», me dije. Los tipejos de esta calaña sacarán
buenas notas, empezarán a trabajar e irán construyendo, ladrillo a ladrillo, una sociedad vil y
mezquina.
Durante un tiempo opté por ir a clase y no responder cuando pasaban lista. Sabía muy bien
que esto me haría un flaco favor pero, de no haber hecho siquiera este gesto, me hubiera sentido
mal. Sin embargo, acabé aislándome todavía más del resto de los estudiantes. Cuando decían mi
nombre y yo permanecía en silencio, en el aula flotaba un aire de incomodidad. Nadie me dirigía
la palabra y yo no dirigía la palabra a nadie.
Durante la segunda semana de septiembre llegué a la conclusión de que la educación
universitaria no tenía ningún sentido. Y decidí tomármelo como un periodo de aprendizaje del
tedio. No había nada que me apeteciera hacer o que me instara a dejar los estudios y enfrentarme
al mundo. Así que cada día acudía a la universidad, asistía a las clases, tomaba apuntes y, en mi
tiempo libre, iba a la biblioteca y leía un libro o consultaba algo.
Esa segunda semana de septiembre Tropa-de-Asalto aún no había vuelto. El hecho, más que
extraño, era uno de esos acontecimientos que conmocionan al mundo. En su universidad ya
habían empezado las clases y era impensable que él se las saltara. Sobre su pupitre y su radio se
había depositado una fina capa de polvo. En la estantería, el vaso de plástico y el cepillo de
dientes, una lata de té y un spray insecticida permanecían perfectamente alineados.