Page 35 - Tokio Blues - 3ro Medio
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Durante la ausencia de Tropa-de-Asalto, yo era quien limpiaba la habitación. A lo largo de un
               año y medio, me había acostumbrado a tenerla aseada y, si él no estaba, tenía que ser yo quien la
               mantuviera limpia. Cada mañana fregaba el suelo. Cada tres días limpiaba los cristales y, una vez
               por semana, aireaba el futón. Esperaba que él volviera alabándome: «Eh, Wat-watanabe, ¿qué ha
               pa-pasado? ¡Está to-todo limpísimo!».
                   Pero  no  regresó.  Un  día,  al  volver  de  la  universidad,  vi  que  todas  sus  cosas  habían
               desaparecido. Habían arrancado de la puerta la placa con su nombre; sólo quedaba la mía. Me
               dirigí a dirección y le pregunté al director de la residencia qué había ocurrido.
                   —Se ha ido —me dijo—. Por ahora estarás tú solo en la habitación.
                   El director no me dio ninguna explicación. Lo teníamos por uno de esos manipuladores cuyo
               máximo placer reside en controlarlo todo dejando a los demás en la inopia.
                   El  póster  del  iceberg  permaneció  durante  un  tiempo  pegado  en  la  pared,  pero  acabé
               sustituyéndolo por uno de Jim Morrison y otro de Miles Davis. De este modo, la habitación me
               pareció más mía. Me compré un equipo de música sencillo con los ahorros del trabajo de media
               jornada. Y así, por la noche, pude escuchar música mientras me tomaba una copa. De vez en
               cuando me acordaba de Tropa-de-Asalto, pero vivir solo no estaba nada mal.
                   La clase de Historia del Teatro  II  del lunes, sobre Eurípides, terminó a las once  y media.
               Después de clase me dirigí a pie a un pequeño restaurante que había a unos diez minutos de la
               universidad  y  pedí  una  tortilla  y  una  ensalada.  El  restaurante  estaba  apartado  de  las  calles
               transitadas y era un poco más caro que el comedor de estudiantes, pero se trataba de un lugar
               tranquilo donde podía relajarme y, de paso, comer una buena tortilla. Lo llevaban un matrimonio
               poco hablador y una chica que trabajaba a media jornada. Yo estaba comiendo sentado junto a la
               ventana cuando entraron cuatro estudiantes: dos chicos y dos chicas vestidos de punta en blanco.
               Se sentaron a una mesa cerca de la puerta, examinaron la carta, discutieron varias opciones, uno
               de ellos resumió el pedido y se lo comunicó a la camarera de media jornada.
                   En cierto momento, me di cuenta de que una de las chicas me miraba con disimulo. Llevaba
               el pelo muy corto, unas gafas de sol oscuras y un ceñido vestido blanco de algodón. Su cara no
               me sonaba, así que seguí comiendo sin darle importancia, pero ella se levantó y se acercó a mí.
               Apoyó una mano en el extremo de la mesa y dijo mi nombre.
                   —¿Eres Watanabe?
                   Levanté la cabeza y me quedé mirándola. No recordaba haberla visto jamás. Era una chica
               muy llamativa y, de habérmela encontrado en alguna parte, la hubiera reconocido de inmediato.
               Por otra parte, no podía haber mucha gente en la universidad que supiera cómo me llamaba.
                   —¿Puedo sentarme un momento? ¿O esperas a alguien?
                   Todavía sin terminar de entender, le dije que no con la cabeza.
                   —No, a nadie. Siéntate.
                   Arrastró  una  silla,  se  sentó  frente  a  mí,  me  clavó  los  ojos  a  través  de  las  gafas  de  sol  y
               después echó un vistazo a mi plato.
                   —Tiene buena pinta.
                   —Es una tortilla de champiñones con ensalada de guisantes.
                   —¡Oh! —dijo ella—. La próxima vez comeré eso. Hoy ya he pedido otra cosa.
                   —¿Qué has pedido?
                   —Macarrones gratinados.
                   —Los macarrones tampoco están mal —comenté—. Por cierto, ¿de qué nos conocemos? No
               logro acordarme.
                   —Eurípides  —dijo  ella  de  manera  lacónica—.  Electra.  «Los  dioses  no  prestan  oído  a  tu
               infortunio...» Ya sabes, la clase de hace un rato.
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