Page 33 - Tokio Blues - 3ro Medio
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fuerza, en mi cuerpo dejaba a su paso un rastro extrañamente brillante. Abrí los ojos y comprobé
que esa noche de verano era, si cabe, más oscura.
Destapé el bote, saqué la luciérnaga y la deposité en un reborde que sobresalía unos tres
centímetros del depósito. La luciérnaga se sostenía a duras penas en su nuevo hábitat. Dio una
vuelta alrededor del perno tambaleándose y se subió a unos desconchones de la pintura que
parecían costras. De pronto avanzó hacia la derecha, se dio cuenta de que aquello era un callejón
sin salida y viró de nuevo hacia la izquierda. Después se encaramó muy despacio a la cabeza del
perno y se acurrucó. Permaneció inmóvil, como si hubiese exhalado el último suspiro.
Yo la observaba apoyado en la barandilla. Durante mucho rato, ni la luciérnaga ni yo hicimos
el menor movimiento. El viento soplaba a nuestro alrededor. Las incontables hojas del olmo
susurraban en la oscuridad.
Esperé una eternidad.
Fue mucho después cuando la luciérnaga levantó el vuelo. Desplegó las alas como si se le
hubiese ocurrido de repente. Un instante más tarde, cruzaba la barandilla y se sumergía en la
envolvente oscuridad. Describió, ágil, un arco en torno al depósito, tal vez intentando recuperar el
tiempo perdido. Y tras permanecer unos segundos inmóvil observando cómo la línea de luz se
extendía en el viento, voló hacia el sur.
Aún después de que la luciérnaga hubiera desaparecido, el rastro de su luz permaneció largo
tiempo en mi interior. Aquella pequeña llama, semejante a un alma que hubiese perdido su
destino, siguió errando eternamente en la oscuridad de mis ojos cerrados. Alargué la mano
repetidas veces hacia esa oscuridad. Pero no pude tocarla. La tenue luz quedaba más allá de las
yemas de mis dedos.