Page 32 - Tokio Blues - 3ro Medio
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A finales de mes Tropa-de-Asalto me regaló una luciérnaga. La había metido en un bote de
café instantáneo. Dentro había unas briznas de hierba y un poco de agua; en la tapa se abrían unos
pequeños agujeros para la ventilación. A la luz del día, parecía un vulgar insecto como los que se
ven en las orillas de las charcas, pero Tropa-de-Asalto me aseguró que era una luciérnaga. «Sé
mucho de luciérnagas», me dijo. Y yo no tenía razones ni pruebas para negarlo. Así que quedó en
que se trataba de una luciérnaga. El bicho tenía una cara más bien somnolienta. Intentaba trepar
por las resbaladizas paredes de cristal cayendo invariablemente al fondo.
—Estaba en el jardín.
—¿En éste? —le pregunté sorprendido.
—Sí. En el ho-hotel que hay aquí cerca, en ve-verano sueltan luciérnagas en el jardín para los
clientes. Y ésta ha venido a parar aquí —explicó mientras introducía algo de ropa y unos
cuadernos en su bolsa de viaje color negro.
Hacía ya varias semanas que habían empezado las vacaciones de verano y en la residencia
sólo quedábamos él y yo. A mí no me apetecía volver a Kobe y seguí trabajando; él había hecho
unas prácticas. Pero ahora que éstas habían terminado, se disponía a volver a su casa. A
Yamanashi.
—Se la pue-puedes regalar a una chica. Se-seguro que le gustará —me dijo.
—Gracias.
Al caer la noche, la residencia estaba tan silenciosa que hacía pensar en unas ruinas. La
bandera había sido arriada de su mástil, las ventanas del comedor estaban iluminadas. Al quedar
pocos estudiantes, encendían la mitad de las luces. El ala derecha permanecía a oscuras. Con
todo, un ligero olor a comida subía desde el comedor. Un olor a estofado.
Tomé el bote con la luciérnaga y fui a la azotea. Estaba desierta. Una camisa blanca tendida
en una cuerda, que alguien había olvidado recoger, se mecía con la brisa nocturna como si fuera
la piel de un animal. Trepé por la escalera metálica hasta lo alto de la torre del agua. El tanque
cilíndrico aún estaba caliente tras haber absorbido durante todo el día el calor de los rayos del sol.
Me senté en aquel espacio reducido y me apoyé en la barandilla. Una luna blanca casi llena
flotaba en el cielo. A mi derecha se veían las luces de Shinjuku; a mi izquierda, las de Ikebukuro.
Los faros de los coches formaban un río de luz que discurría entre las calles. Un zumbido sordo,
mezcla de varios sonidos, flotaba en una nube sobre la ciudad.
Dentro del bote, la luciérnaga brillaba con luz mortecina. La luz era demasiado débil; el tono,
demasiado pálido. Hacía mucho tiempo que no había visto una luciérnaga, pero creía recordar
que éstas despedían una luz mucho más nítida y brillante en la oscuridad de las noches de verano.
Tenía grabada en mi memoria la imagen de un bicho que desprendía una luz llameante.
Quizás aquélla estuviese débil, medio muerta. Agarré el bote y lo sacudí con cuidado varias
veces. La luciérnaga se golpeó contra la pared de cristal y levantó el vuelo. Pero su luz continuó
siendo tan mortecina como antes.
Intenté recordar cuándo había visto una luciérnaga por última vez. ¿Dónde había sido? Logré
recordar la escena. Pero no el lugar ni el momento. En la oscuridad de la noche se oía el ruido del
agua. Había una esclusa de ladrillo, de modelo antiguo, que se abría y cerraba al girar una
manivela. El río no era una corriente tan pequeña como para que las hierbas de la orilla pudieran
ocultar casi por completo la superficie del agua. Los alrededores estaban sumidos en la
penumbra. Una oscuridad tan profunda que, tras apagar la linterna de bolsillo, no me veía los pies
siquiera. Y sobre el estanque de la esclusa volaban cientos de luciérnagas. Los destellos de luz se
reflejaban en la superficie del agua como chispas ardientes. Cerré los ojos y me sumergí un
momento en el recuerdo. Oía el viento con una claridad meridiana. Aunque no soplaba con