Page 28 - Tokio Blues - 3ro Medio
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—Apostaría por ello. Incluso a mí, que vivo con él todos los días, a veces me cuesta
aguantarme.
Después de comer, recogimos los platos de la mesa y nos sentamos en el suelo para escuchar
música mientras bebíamos el resto del vino. En el tiempo de tomarme una copa, ella se bebió dos.
Aquel día Naoko habló mucho, algo poco frecuente en ella. Me habló de su infancia, de su
escuela, de su familia. Cada relato era largo y detallado como una miniatura. Escuchándola, me
quedé admirado de su portentosa memoria. De pronto, empezó a llamarme la atención algo en su
manera de hablar. Algo extraño, poco natural, forzado. Cada uno de los episodios era, en sí
mismo, creíble y lógico, pero me sorprendió la manera de ligarlos. En un momento determinado,
la historia A derivaba hacia la historia B, que ya estaba contenida en la historia A; poco después,
pasaba de la historia B a la historia C, implícita en la anterior, y así de manera indefinida. Sin un
final previsible. Al principio asentía, pero pronto dejé de hacerlo. Puse un disco y, cuando éste
acabó, levanté la aguja y pinché otro. Cuando los hube escuchado todos, volví a empezar por el
primero. Naoko sólo tenía seis discos, el primero del ciclo era Sargeant Pepper's Lonely Hearts
Club Band, y el último, Waltz for Debbie, de Bill Evans. Al otro lado de la ventana seguía
lloviendo. El tiempo discurría despacio, y Naoko continuaba hablando sola. Aquella extraña
forma de contar las cosas se debía a que al hablar sorteaba ciertos puntos. Uno, por supuesto, era
Kizuki, pero no era el único. Relataba con extrema minuciosidad algo intrascendente al tiempo
que eludía otros temas. No obstante, por primera vez la veía charlar con entusiasmo. Dejé que se
expresara.
Cuando dieron las once empecé a sentirme intranquilo. Naoko llevaba ya más de cuatro horas
hablando sin parar. Además, me preocupaban el último tren y la hora de cierre de la residencia.
Esperé el momento adecuado para interrumpirla:
—Tendría que irme ya. Voy a perder el último tren. —Consulté el reloj.
Al parecer, mis palabras no llegaron a sus oídos. O, si llegaron, no las entendió. Enmudeció
unos instantes y luego siguió hablando. Me conformé, volví a sentarme y bebí el vino que
quedaba en la segunda botella. Así las cosas, lo mejor sería dejarla hablar cuanto quisiera. Y
decidí olvidarme del último tren, de la hora de cierre del portal y de todo lo demás.
Pero Naoko no siguió hablando mucho tiempo. Antes de que me hubiera dado cuenta, se
detuvo. La última sílaba quedó suspendida en el aire, como desgajada. Para ser precisos, no dejó
de hablar. Sus palabras se habían esfumado de repente. Intentó continuar, pero ya no quedaba
nada. Algo se había perdido. O quizás era yo quien lo había echado a perder. Tal vez mis palabras
habían llegado finalmente a sus oídos, al fin las había comprendido y había perdido las ganas de
seguir charlando. Me clavó una mirada perdida con la boca entreabierta. Parecía una máquina que
hubiese dejado de funcionar al desenchufarla. Sus ojos estaban cubiertos por un velo opaco.
—Me sabe mal haberte interrumpido —le dije—, pero es tarde y...
Las lágrimas afloraron a sus ojos, resbalaron por sus mejillas, cayeron en grandes goterones
sobre la funda del disco. En cuanto vertió la primera lágrima, el llanto fue imparable. Lloraba
encorvada hacia delante, con las manos apoyadas en el suelo, como si estuviera vomitando. Era la
primera vez que veía a alguien sollozar con tanta desesperación. Alargué la mano, la posé en su
hombro. Éste se agitaba sacudido por pequeñas convulsiones. En un gesto casi reflejo, la atraje
hacia mí. Continuó llorando en silencio, temblando entre mis brazos. Se me humedeció la camisa,
que quedó empapada de sus lágrimas y de su aliento cálido. Los diez dedos de Naoko recorrían
mi espalda como si buscaran algo. Mientras sostenía su cuerpo con la mano izquierda, le
acariciaba el pelo liso y suave con la derecha. Me mantuve en esta posición mucho rato
esperando a que su llanto cesara. Pero ella no dejó de llorar.