Page 24 - Tokio Blues - 3ro Medio
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fondo de un sombrío cenagal. Desde el principio, percibí estas contradicciones con toda claridad
               sin  entender  por  qué  la  gente  no  las  veía.  Aquel  chico  vivía  llevando  a  cuestas  su  particular
               infierno.
                   En  el  fondo,  creo  que  le  tenía  simpatía.  Su  principal  virtud  era  la  honestidad.  No  mentía
               jamás,  siempre  reconocía  sus  errores  y  sus  faltas.  Tampoco  ocultaba  lo  que  no  le  convenía.
               Conmigo siempre se mostraba amable. Y me ayudaba. De no ser por él, supongo que mi vida en
               la residencia hubiera sido mucho más complicada y desagradable. A pesar de ello, jamás le abrí
               mi corazón. En este sentido, nuestra relación era muy diferente de mi amistad con Kizuki. El día
               en  que  vi  cómo  Nagasawa,  ebrio,  molestaba  a  una  chica,  decidí  que  bajo  ningún  concepto
               confiaría en aquel individuo.
                   En el dormitorio circulaban muchas leyendas sobre Nagasawa. Una, que en una ocasión se
               había comido tres babosas. Otra, que tenía un pene enorme y se había acostado con cien mujeres.
                   La historia de las babosas era cierta. Al preguntárselo, me dijo:
                   —¡Ah, sí! Es verdad. Me tragué tres babosas enormes.
                   —¿Y por qué lo hiciste?
                   —Por varias razones —comentó—. Esto ocurrió el año en que entré aquí. Había mal rollo
               entre los novatos y los veteranos. Era septiembre. Yo, en nombre de los novatos, fui a hablar con
               los veteranos, unos tíos de derechas con espadas de madera y todo. Vamos, que no estaban por la
               labor. Les dije: «Muy bien. Haré lo que sea. Pero espero que quede zanjado el asunto». Y ellos
               me respondieron: «Entonces trágate unas babosas». «De acuerdo», dije. «Me las tragaré.» Por eso
               lo hice. Aquellos cerdos me trajeron tres babosas enormes.
                   —¿Y qué sentiste?
                   —¿Que qué sentí? Lo que siente uno al tragarse una babosa sólo puede saberlo el que se ha
               tragado  una.  Sientes  la  babosa  deslizándose  por  la  garganta  hacia  el  estómago...  ¡Aj!  Es
               asqueroso. Repugnante. Está fría y te deja un regustillo en la boca que... Al recordarlo, se me
               ponen los pelos de punta. Me daban arcadas, pero me aguanté. Si las hubiera vomitado hubiera
               tenido que tragármelas igualmente. Al final me tragué las tres.
                   —¿Y qué hiciste después?
                   —Fui a mi habitación y me hinché de agua salada. ¿Qué otra cosa podía hacer?
                   —Sí, claro —admití.
                   —Nadie más se metió conmigo. Ni siquiera los mayores. Porque yo era el único capaz de
               hacer una cosa así.
                   —Ya lo creo.
                   Lo del tamaño del pene fue fácil de averiguar. Bastó con entrar juntos en el baño. En efecto,
               lo tenía bastante grande. En cambio, el asunto de las cien mujeres era una exageración. «Serán
               unas setenta y cinco», dijo él tras pensárselo unos instantes. «No me acuerdo bien, pero sin duda
               más de setenta.» Cuando le confesé que yo sólo me había acostado con una, exclamó:
                   —¡Pero si es lo más fácil del mundo! Un día de éstos saldremos tú y yo. Y ya verás como te
               acuestas con una.
                   No me lo creí, pero, viéndolo actuar, tuve que reconocer que tenía razón. Era tan fácil que
               casi carecía de interés. Entraba con él en algún bar de Shibuya o de Shinjuku (casi siempre en los
               mismos),  buscábamos  a  un  par  de  chicas  que  nos  gustaran  (el  mundo  está  lleno  de  pares  de
               chicas), hablábamos con ellas, bebíamos, íbamos a un hotel y nos acostábamos. Él era un buen
               conversador. Aunque no decía nada del otro mundo, las chicas caían rendidas ante sus palabras,
               quedaban  atrapadas  en  la  conversación,  iban  bebiendo  sin  darse  cuenta,  se  emborrachaban  y
               acababan acostándose con él.
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