Page 25 - Tokio Blues - 3ro Medio
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Y, encima, era guapo, amable, inteligente; las chicas se sentían bien a su lado. Al parecer, a
               mí también me encontraban encantador por el simple hecho de acompañarlo. Cuando yo, instado
               por Nagasawa, contaba algo, las chicas se sentían fascinadas por mi charla y me reían las gracias
               igual  que  le  sucedía  a  él.  Todo  gracias  a  los  poderes  mágicos  de  Nagasawa.  No  dejaba  de
               sorprenderme: «¡Qué talento tiene!».
                   Comparado con Nagasawa, las dotes de Kizuki como conversador eran un juego de niños.
               Algo muy distinto. Aunque me impresionaran las malas artes de Nagasawa, añoraba a Kizuki.
               «Era  un  chico  leal»,  me  decía.  «Reservaba  sus  habilidades  para  Naoko  y  para  mí.»  Por  el
               contrario,  Nagasawa  derrochaba  su  talento  abrumador  a  diestro  y  siniestro.  No  le  apetecía
               acostarse con las chicas que tenía delante. Para él todo era un juego.
                   A  mí  no  me  gustaba  demasiado  acostarme  con  desconocidas.  Era  una  forma  cómoda  de
               satisfacer  el  deseo  sexual  y,  además,  disfrutaba  abrazando  a  una  chica,  acariciándola.  Lo  que
               odiaba era la mañana siguiente. Al despertarme, encontraba a una desconocida durmiendo a mi
               lado, con la habitación apestando a alcohol  y la nota chillona característica de los love hotels
               sobre la cama, en las lamparitas, en las cortinas, en todas partes, y sentía la cabeza embotada por
               la resaca. Al rato, la chica, se despertaba  y buscaba la ropa interior por la habitación. Luego,
               mientras se ponía las medias, decía: «¿Tomaste precauciones? Porque estaba en el día del mes
               más  peligroso...».  Después  se  dirigía  al  espejo  y,  rezongando  que  le  dolía  la  cabeza  o  que  el
               maquillaje no lo arreglaba aquella mañana, se pintaba los labios y se ponía las pestañas postizas.
               Lo odiaba. Hubiese preferido no quedarme hasta la mañana siguiente, pero no podía cortejar a
               una  chica  pensando  que  cerraban  la  residencia  a  las  doce  de  la  noche  (era  humanamente
               imposible),  así  que  pedía  permiso  para  pernoctar  fuera.  Y  entonces  tenía  que  quedarme  en  el
               hotel hasta la mañana siguiente y volvía a la residencia lleno de odio hacia mí mismo, odio y
               desilusión, cegado por la luz de la mañana, con la boca áspera, como si la cabeza perteneciera a
               otra persona.
                   Interrogué a Nagasawa tras acostarme con tres o cuatro chicas. ¿No se sentía vacío tras haber
               hecho aquello setenta veces?
                   —Que te sientas vacío demuestra que eres un tío decente. Esto es algo positivo —dijo—. No
               ganas nada acostándote con desconocidas. Sólo consigues cansarte y odiarte a ti mismo. A mí
               también me pasa.
                   —¿Y por qué no dejas de hacerlo?
                   —Me cuesta explicarlo. Se parece  a lo  que Dostoievski escribió  sobre  el  juego. Es decir,
               cuando a tu alrededor todo son oportunidades, es muy difícil pasar de largo sin aprovecharlas,
               ¿entiendes?
                   —Más o menos —afirmé.
                   —Se pone el sol. Las chicas salen, dan una vuelta, beben. Quieren algo, y yo puedo dárselo.
               Es algo tan sencillo como abrir el grifo y beber agua. Esto es lo que ellas esperan. Pues bien, las
               posibilidades  están  al  alcance  de  mi  mano.  ¿Debo  dejarlas  escapar?  Tengo  el  talento  y  las
               circunstancias idóneas para valerme de él. ¿Tengo que cerrar la boca y pasar de largo?
                   —No lo sé. Nunca me he encontrado en esta situación. Ni siquiera puedo imaginármelo —le
               dije riendo.
                   —Según como lo mires, es una suerte —repuso Nagasawa.
                   Su afición a las mujeres había sido  el motivo por el que Nagasawa, que pertenecía a una
               familia pudiente, había llegado a la residencia. El padre, temiendo que, si vivía solo, se pasara el
               día  corriendo  detrás  de  las  faldas,  le  exigió  que  estuviera  los  cuatro  años  en  la  residencia.  A
               Nagasawa le daba igual porque allí vivía a su aire, haciendo caso omiso de las normas. Cuando le
               apetecía, sacaba un pase de pernoctación y salía a ligar o pasaba la noche en el apartamento de su
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