Page 23 - Tokio Blues - 3ro Medio
P. 23
se sentó a mi lado y me preguntó qué leía. «El gran Gatsby», le dije. «¿Es interesante?», me
preguntó. Le respondí que lo había leído tres veces, pero que cuanto más lo releía más párrafos
interesantes encontraba. «Un hombre que ha leído tres veces El gran Gatsby bien puede ser mi
amigo», repuso como hablando para sí mismo. Y nos hicimos amigos. Corría el mes de octubre.
Cuanto más conocía a Nagasawa, más extraño me parecía. A lo largo de mi vida, me había
cruzado, había encontrado o conocido a muchas personas extrañas, pero jamás a nadie que lo
fuera tanto. Leía muchísimo más que yo, pero tenía por principio no adentrarse en una obra hasta
que hubieran transcurrido treinta años de la muerte del autor. «Sólo me fío de estos libros», decía.
—No es que no crea en la literatura contemporánea, pero no quiero perder un tiempo
precioso leyendo libros que no hayan sido bautizados por el paso del tiempo. ¿Sabes?, la vida es
corta.
—¿Y qué escritores te gustan? —le pregunté.
—Balzac, Dante, Joseph Conrad, Dickens —me respondió al instante.
—No son muy actuales que digamos.
—Si leyera lo mismo que los demás, acabaría pensando como ellos. ¡El mundo está lleno de
mediocres! A la gente que vale la pena le daría vergüenza hacer lo que hacen ésos. ¿No te has
dado cuenta, Watanabe? Los únicos medianamente decentes de toda la residencia somos tú y yo.
El resto son basura.
—¿Por qué lo dices? —Me sorprendí.
—Porque lo sé. Lo llevan escrito en la cara. Basta con mirarlos. Además, nosotros dos
leemos El gran Gatsby.
Hice un cálculo mental: «Todavía no han pasado treinta años desde la muerte de Scott
Fitzgerald».
—Y qué más da. ¡Por dos años! —exclamó—. A un escritor tan extraordinario como él lo
adelanto, y no hay más que hablar.
Nadie en la residencia imaginaba que Nagasawa era un lector secreto de obras clásicas,
aunque, de haberlo sabido, no les hubiera extrañado. Él era famoso por su inteligencia. Había
entrado sin dificultad en la Universidad de Tokio, sacaba unas notas irreprochables y pensaba
opositar al Ministerio de Asuntos Exteriores y ser diplomático. Su padre dirigía un importante
hospital en Nagoya, y su hermano mayor se había licenciado en medicina, ¡cómo no!, por la
Universidad de Tokio, y estaba destinado a suceder a su padre. Tenía una familia impecable.
Siempre llevaba la cartera forrada y era distinguido. Así que todo el mundo lo respetaba; incluso
el director de la residencia hacía con él una excepción y pensaba dos veces lo que le decía. Si
Nagasawa pedía algo, se le obedecía sin rechistar. No podía ser de otro modo. Tenía un don
innato para hechizar a los demás y lograr que le hicieran caso. Poseía la capacidad de
proclamarse líder, evaluaba rápidamente una situación, daba las indicaciones precisas y
conseguía que lo obedecieran dócilmente. Sobre su cabeza flotaba un aura que revelaba su poder,
como la corona de un ángel. Al verlo, la gente pensaba: «Este chico es un ser excepcional», y se
sentían intimidados. El que me eligiera a mí como amigo, es decir, a alguien sin nada en especial,
dejó a todos boquiabiertos. Incluso me cobraron respeto personas a las que apenas conocía. Se les
pasaba por alto que la razón de que me hubiera elegido era muy simple: Nagasawa me prefería a
mí porque no sentía por él ni admiración ni respeto. Cierto es que me interesaba su aspecto
peculiar, su complejidad, pero sentía una indiferencia absoluta hacia sus notas sobresalientes y su
aura. A él esto debía de extrañarle sobremanera.
Nagasawa reunía polos opuestos. A veces era tan cariñoso que me conmovía; otras, en
cambio, rebosaba mala intención. Poseía un espíritu muy noble, no exento de vulgaridad.
Mientras avanzaba a paso ligero guiando a los demás, su corazón se debatía en soledad en el