Page 21 - Tokio Blues - 3ro Medio
P. 21

cómo no), pero regresó al atardecer con aire abatido. Sucedió en junio. «Wat-watanabe, cuando
               sales con una chi-chica, ¿de qué hablas?», me preguntó. No recuerdo qué le respondí. De todas
               formas, no era la persona más indicada para aconsejarle. En julio, mientras él no estaba, alguien
               arrancó  la  fotografía  del  canal  de  Amsterdam  y  pegó  otra  del  Golden  Gate  Bridge  de  San
               Francisco.  He  aquí  la  razón:  querían  averiguar  si  Tropa-de-Asalto  sería  capaz  de  masturbarse
               mirando el  Golden  Gate Bridge. Cuando les dije que  «lo hizo encantado de la vida»,  alguien
               sugirió  sustituirla  por  una  de  un  iceberg.  Cada  cambio  de  fotografía  provocaba  en  Tropa-de-
               Asalto un desconcierto terrible.
                   —¿Qui-quién diablos debe de hacer una co-cosa así? —dijo.
                   —¡Vete a saber! Pero no está mal, ¿no? Las fotos son bonitas. Sea quien sea, puedes estarle
               agradecido, ¿no te parece?
                   —Qui-quizá sí. Pero es desagradable —comentó.
                   Naoko se reía siempre que escuchaba las historias de Tropa-de-Asalto y, puesto que era poco
               frecuente verla reír, empecé a contárselas a menudo, aunque no me sentía a gusto utilizando a mi
               compañero como objeto de mofa. Era el tercer hijo, algo formal, de una familia que no podía
               calificarse de acomodada. Y hacer mapas era el único sueño que tenía en su vida. ¿Quién podía
               burlarse de eso?
                   Con  todo,  los  chistes  sobre  Tropa-de-Asalto  acabaron  convirtiéndose  en  un  tema  de
               conversación indispensable en el dormitorio, y entonces, por mucho que hubiese intentado parar
               todo aquello, no hubiera podido. Ver a Naoko riéndose me hacía sentirme feliz. Así que seguí
               contándoles a todos sus historias.
                   Naoko me preguntó una sola vez si me gustaba alguna chica. Le hablé de la novia que había
               dejado. Le conté que era una buena chica, que me gustaba hacer el amor con ella y que todavía la
               echaba de menos, pero que jamás me había calado hondo.
                   —Tal vez mi corazón esté recubierto por una coraza y sea imposible atravesarla —le dije—.
               Por eso no puedo querer a nadie.
                   —¿No has estado nunca enamorado?
                   —No —le respondí.
                   No quiso saber nada más.
                   Al final del otoño, cuando el gélido viento barría la ciudad, ella a veces se arrimaba a mi
               brazo. Notaba su respiración a través de la gruesa tela del abrigo. Me tomaba del brazo, metía la
               mano en el bolsillo de mi abrigo o, si hacía mucho frío, se me agarraba al brazo temblando. Pero
               no  era  más  que  eso.  No  había  que  darle  importancia.  Yo  continuaba  andando  con  las  manos
               metidas en los  bolsillos, como  siempre. Como  los  dos  calzábamos  zapatos  de suela de  goma,
               nuestros pasos apenas se oían. Sólo cuando pisábamos las grandes hojas caídas de los plátanos.
               Cada vez que oía este crujido seco, sentía compasión por Naoko. No era mi brazo lo que ella
               buscaba, sino el brazo de alguien. No era mi calor lo que ella necesitaba, sino el calor de alguien.
               Entonces sentía algo rayano en la culpabilidad por ser yo ese alguien.
                   Conforme iba avanzando el invierno, los ojos de Naoko parecían ir ganando en transparencia.
               Una  transparencia  ausente.  Pronto,  sin  razón  aparente,  clavaba  sus  ojos  en  los  míos  como  si
               buscara algo, y, cada vez que esto ocurría, me embargaba una extraña e insoportable sensación de
               soledad.
                   Me pregunté si trataba de decirme algo. Quizás era incapaz de expresarlo con palabras. No,
               antes de traducirlo al lenguaje hablado, tendría que haberlo comprendido ella misma. Por eso no
               hallaba las palabras. En esas ocasiones, Naoko jugueteaba con el pasador del pelo, se secaba las
               comisuras  de  los  labios  y  me  clavaba  su  mirada  ausente.  De  haber  podido,  hubiese  deseado
   16   17   18   19   20   21   22   23   24   25   26