Page 20 - Tokio Blues - 3ro Medio
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Naoko me llamó el sábado y concertamos una cita para el domingo. Si es que a aquello puede
llamarse una «cita». A mí no se me ocurre otra palabra.
Igual que la vez anterior, recorrimos las calles, entramos en una cafetería, tomamos una taza
de café, reemprendimos la marcha, cenamos al atardecer, nos despedimos y nos separamos. Fiel a
su costumbre, ella no soltó más que algunas frases sueltas, pero, como no parecía importarle, no
me esforcé en mantener una conversación. Cuando nos apetecía, hablábamos de nuestras vidas
cotidianas o de la universidad, pero siempre de una manera fragmentaria, sin hilvanarlo con nada.
No mencionamos el pasado. Paseamos todo el tiempo. Es una suerte que Tokio sea una ciudad
tan grande; por más que la recorras, siempre hay algún sitio adonde ir.
A partir de entonces, quedamos casi todos los fines de semana, y siempre dábamos el mismo
paseo. Ella iba delante, y yo la seguía unos pasos detrás. Naoko lucía pasadores en el pelo, pero
siempre mostraba la oreja derecha. Puesto que siempre la veía de espaldas, ésta es la imagen que
hoy mejor recuerdo. Cuando se sentía avergonzada, jugueteaba con el pasador. Y se secaba las
comisuras de los labios antes de decir algo. Mirándola hacer estos gestos, poco a poco empezó a
gustarme. Estudiaba en una pequeña universidad femenina en las afueras de Musashino, conocida
por la enseñanza del inglés. Cerca de su apartamento discurría un canal de riego de aguas
cristalinas por donde solíamos pasear.
Naoko me había invitado alguna vez a su apartamento y había cocinado para mí. No parecía
sentirse incómoda estando a solas conmigo. Era una única estancia, sobria y desprovista de
adornos. Si no fuera por las medias colgando en el rincón de la ventana, nadie hubiera dicho que
allí vivía una chica. Llevaba una vida muy austera y sencilla, y apenas tenía amigos. Quien la
conoció en el instituto no hubiera podido imaginarlo. Antes Naoko llevaba vestidos bonitos y
siempre estaba rodeada de gente. Mirando su cuarto, me dio la impresión de que, al igual que yo,
había querido alejarse de la ciudad y empezar una nueva vida en un lugar donde nadie la
conociese.
—Elegí esta universidad porque nadie de la escuela pensaba venir aquí —me dijo Naoko
sonriendo—. Todas nosotras íbamos a estudiar en universidades más elegantes.
No puede decirse que la relación entre Naoko y yo no progresara. Poco a poco, ella fue
acostumbrándose a mí, y yo a ella. Cuando finalizaron las vacaciones de verano y empezó el
nuevo curso, automáticamente Naoko reemprendió sus paseos a mi lado, como si fuera lo más
natural del mundo. Lo interpreté como la señal de que me aceptaba como amigo; por mi parte, no
puedo decir que me desagradara pasear con una chica tan guapa. Y seguimos deambulando por
las calles de Tokio. Subiendo cuestas, cruzando ríos, atravesando las vías del tren... Caminamos
sin rumbo, andando por andar, cual si fuera un rito para aliviar las ánimas en pena. Si llovía,
paseábamos bajo el paraguas.
Llegó el otoño y el suelo del patio de la residencia se cubrió con las hojas del olmo. Al
ponerme el primer jersey, me llegó el olor de la nueva estación. Gasté un par de zapatos y me
compré otros de ante.
No logro recordar de qué charlábamos. Probablemente, de nada que valiera la pena.
Seguimos sin mencionar el pasado. El nombre de Kizuki apenas salía en nuestras conversaciones.
Hablábamos poco, pues entonces ya nos habíamos acostumbrado a estar sentados en una cafetería
frente a frente en silencio.
Dado que a Naoko le gustaba oír las historias de Tropa-de-Asalto, yo se las contaba a
menudo. Tropa-de-Asalto tuvo una cita con una chica (una compañera de clase de geografía,