Page 22 - Tokio Blues - 3ro Medio
P. 22

abrazarla, pero siempre me quedé con la duda y desistí. Temía herirla. Seguimos paseando por las
               calles de Tokio, y ella seguía buscando las palabras en el vacío.
                   Los  compañeros del dormitorio  me tomaban  el  pelo  cada vez que recibía una llamada de
               Naoko o salía los domingos por la mañana. En fin, puede que fuera lo más natural que supusieran
               que me había echado novia. No sabía cómo explicárselo, y tampoco había ninguna necesidad de
               hacerlo, así que dejé que pensaran lo que quisieran. Cuando volvía al atardecer, siempre había
               alguno que me preguntaba en qué postura lo habíamos hecho, cómo tenía el coño, de qué color
               llevaba la ropa interior y demás estupideces. Yo me los sacaba de encima diciéndoles cualquier
               tontería.

                   Así pasé de los dieciocho a los diecinueve años. El sol salía y se ponía; izaban la bandera y la
               arriaban. Y al llegar el domingo salía con la novia de mi amigo muerto. No tenía ni idea de qué
               estaba haciendo ni de qué vendría a continuación. En las clases de la universidad, leía a Claudel,
               a  Racine  y  a  Eisenstein,  pero  sus  libros  me  interesaron  muy  poco.  En  clase  no  había  hecho
               ningún amigo y en la residencia tenía simples conocidos. Como siempre me veían leyendo, los de
               la residencia pensaban que yo quería ser escritor, lo que jamás se me había ocurrido. A mí, en
               realidad, no se me había ocurrido ser nada.
                   Intenté explicarle mis sentimientos a Naoko. Tenía la sensación de que, con un grado mayor
               o menor de exactitud, ella podría entenderme. Pero no logré hallar las palabras. Pensé:  «¡Qué
               extraño! ¿Se me habrá contagiado su manía de buscar las palabras?».
                   Los  sábados  por  la  noche  me  sentaba  en  el  vestíbulo,  al  lado  del  teléfono,  esperando  la
               llamada de Naoko. Dado que los sábados por la noche casi todos salían a divertirse, el vestíbulo
               estaba más tranquilo que de costumbre. Analizaba mis sentimientos absorto en las motas de luz
               que brillaban suspendidas en el aire silencioso. ¿Qué quería la gente de mí? Pero no encontraba
               respuesta alguna. A veces alargaba la mano hacia las motas de luz que flotaban en el aire, pero
               mis dedos no tocaban nada.

                   Leía mucho, lo que no quiere decir que leyera muchos libros. Más bien prefería releer las
               obras que me habían gustado. En esa época mis escritores favoritos eran Truman Capote, John
               Updike, Scott Fitzgerald, Raymond Chandler, pero no había nadie en clase o en la residencia que
               disfrutara leyendo a este tipo de autores. Ellos preferían a Kazumi Takahashi, Kenzaburo Óe,
               Yukio  Mishima,  o  a  novelistas  franceses  contemporáneos.  Así  pues,  no  tenía  este  punto  en
               común con los demás, y leía mis libros a solas y en silencio. Los releía y cerraba los ojos y me
               llenaban de su aroma. Sólo aspirando la fragancia de un libro, tocando sus páginas, me sentía
               feliz.
                   A los dieciocho años, mi libro favorito era El centauro, de John Updike, pero cuando lo hube
               releído varias veces, perdió su chispa y cedió la primera posición a El gran Gatsby, de Fitzgerald,
               obra  que  continuó  encabezando  mi  lista  de  favoritos  durante  mucho  tiempo.  Tomar  El  gran
               Gatsby de la estantería, abrirlo al azar y leer unos párrafos se convirtió en una costumbre, y jamás
               me decepcionó. No había una sola página de más. «¡Es una novela extraordinaria!», pensaba. Me
               hubiera gustado hacer partícipes a los otros chicos de tal maravilla. Pero a mi alrededor no había
               nadie que leyera El gran Gatsby. Dudo que lo hubieran apreciado. En 1968 leer El gran Gatsby
               no llegaba a ser un acto reaccionario, pero tampoco podía calificarse de encomiable.
                   Pese a todo, conocí a una persona que había leído El gran Gatsby,  y nos hicimos amigos
               precisamente por ello. Se llamaba Nagasawa y estudiaba Derecho en la Universidad de Tokio,
               dos cursos por encima de mí. Nos conocíamos de vista, ya que vivíamos en la misma residencia,
               hasta que, un día en que yo estaba leyendo El gran Gatsby en un rincón soleado del comedor, él
   17   18   19   20   21   22   23   24   25   26   27