Page 18 - Tokio Blues - 3ro Medio
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siempre que me quedaba a solas con ella, me sentía incómodo. No es que no congeniáramos, pero
               no teníamos nada que decirnos.
                   Naoko y yo volvimos a vernos pocas semanas después del funeral de Kizuki. Teníamos un
               asunto que tratar y quedamos en una cafetería, pero una vez solventamos el problema no supimos
               qué decirnos. Saqué varios temas, pero la conversación languideció enseguida. Además, noté en
               la  manera  de  hablar  de  Naoko  cierta  agresividad.  Parecía  enfadada  conmigo,  aunque  yo
               desconocía el motivo. Luego nos separamos y no volvimos a vernos hasta pasados unos años,
               cuando nos encontramos por casualidad en aquel tren de la línea Chūō.

                   Quizás el motivo del enfado de Naoko fuese el hecho de que la última persona que habló con
               Kizuki fui yo, y no ella. Ésta no es la mejor manera de expresarlo, pero creo que entiendo cómo
               se sentía. De haber podido, me hubiera cambiado por ella. Pero era la típica cosa que, una vez ha
               sucedido, no cabe hacer ni pensar nada.
                   Aquella agradable tarde de mayo, después de comer, Kizuki me propuso saltarnos la clase e
               ir a jugar unas partidas de billar. Dado que no sentía un interés desbordante por las clases de la
               tarde, salimos de la escuela, bajamos tan campantes la colina en dirección al puerto, entramos en
               un billar y nos pusimos a jugar. Gané la primera partida, y entonces él se puso serio de repente, se
               concentró en el juego y ganó las tres partidas siguientes. Mientras jugábamos, no bromeó ni una
               sola vez, cosa rara en él. Después fumamos un cigarrillo.
                   —¿Qué te pasa hoy que estás tan serio? —le pregunté.
                   —Hoy no quería perder —me dijo Kizuki sonriendo satisfecho.
                   Se  mató  aquella  misma noche  en  el  garaje  de  su  casa.  Conectó  una  manguera  al  tubo  de
               escape de su N-360, selló los resquicios de las ventanillas con cinta adhesiva y puso en marcha el
               motor. No sé cuánto tiempo tardó en morirse. Cuando sus padres, que volvían de visitar a un
               pariente enfermo, abrieron la puerta del garaje para meter el coche, Kizuki ya estaba muerto. La
               radio  del  coche  permanecía  encendida;  había  un  recibo  de  la  gasolinera  prendido  en  el
               limpiaparabrisas.
                   No había motivos aparentes, ni dejó escrita una carta. Fui la última persona que habló con él,
               y la policía me llamó a declarar. Le expliqué al inspector encargado de la investigación que la
               actitud de Kizuki no me hizo sospechar nada, que se había comportado como siempre. El policía
               no parecía haberse formado una buena impresión ni de Kizuki ni de mí. Parecía creer que no era
               extraño que un chico que se saltaba las clases para ir a jugar al billar se suicidara. Salió publicada
               una pequeña nota en el periódico, y con eso se zanjó el asunto. Sus padres se deshicieron del N-
               360 rojo. En el colegio, sobre su pupitre, lucieron durante un tiempo unas flores blancas.
                   En  los  diez  meses  que  transcurrieron  desde  el  suicidio  de  Kizuki  hasta  que  terminé  el
               instituto, fui incapaz de hallar mi propio espacio en el mundo que me rodeaba. Salí con una chica,
               me  acosté  con  ella,  pero  no  duramos  más  de  medio  año.  Ella  no  poseía  nada  que  la  hiciera
               especialmente atractiva  a mis ojos.  Elegí  una universidad privada de Tokio  en la que pudiera
               entrar sin estudiar demasiado e hice el examen de ingreso sin ilusión alguna. Aquella chica me
               pidió  que  no  me  fuera  a  Tokio,  pero  yo  deseaba  alejarme  de  Kobe  como  fuese.  Necesitaba
               empezar una nueva vida en un lugar donde no me conociera nadie.
                   —¡Como te has acostado conmigo, ya no te importo nada! —berreó la chica.
                   —No es verdad —le dije.
                   Lo único que quería era irme de la ciudad. Pero ella no lo entendió. Y nos separamos. En el
               tren, camino de Tokio, me acordé de sus cualidades, de sus virtudes, y me arrepentí pensando que
               había sido muy injusto. Pese a todo, no podía volver atrás. Decidí olvidarla.
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