Page 15 - Tokio Blues - 3ro Medio
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—¡Oh, no, no! —respondió Naoko—. Me estaba imaginando cómo debe de ser vivir con
gente. O sea que... —Naoko buscó las palabras apropiadas mordiéndose los labios, pero al
parecer no logró encontrarlas. Apartó la mirada lanzando un suspiro—. No sé. Da igual.
Así terminó la conversación. Naoko reemprendió su marcha hacia el este, y yo la seguí unos
pasos detrás.
Hacía casi un año que no la veía. Durante este tiempo, Naoko había adelgazado tanto que
apenas la reconocí. La carne había desaparecido de sus mejillas, antes rellenas, y su nuca se había
afinado. Sin embargo, no se la veía huesuda ni tenía un aire enfermizo. Su delgadez resultaba
natural y serena. Parecía que su cuerpo hubiese estado oculto en un lugar largo y estrecho al que
se hubiera amoldado. Y estaba mucho más hermosa de lo que recordaba. Estuve a punto de
decírselo, pero no sabía cómo y al final me callé.
No habíamos ido allí por nada en concreto. Nos habíamos encontrado por casualidad en un
tren de la línea Chūō. Ella acababa de salir de casa para ir al cine, y yo me dirigía a las librerías
de viejo de Kanda. Ninguno de los dos había quedado con nadie. Naoko propuso que nos
apeáramos del tren, y casualmente bajamos en Yotsuya. No teníamos nada especial que
decirnos.—No entendía por qué Naoko me había propuesto irnos juntos. El punto de partida es
tener algún tema de conversación.
En cuanto salimos de la estación, ella empezó a andar resuelta sin mencionar siquiera adonde
nos dirigíamos. No tuve más remedio que seguirla, siempre un metro detrás de ella. De haber
querido, hubiese podido reducir esa distancia, pero una repentina timidez me lo impidió. Andaba
detrás de Naoko con la vista clavada en su espalda y en su melena, negra y lisa. En el pelo lucía
un gran pasador de color marrón y, al ladear la cabeza, mostraba sus pequeñas orejas blancas. A
trechos se volvía y me decía algo. A veces era capaz de darle una respuesta adecuada; otras, no
tenía ni idea de qué contestarle. Y otras, ni siquiera entendía lo que me estaba diciendo. Pero a
ella parecía tenerla sin cuidado si la oía. Cuando acababa de expresar lo que pensaba, volvía a
darme la espalda y reemprendía la marcha. «¡En fin! Hoy hace un día perfecto para pasear»,
terminé resignándome.
La forma de andar de Naoko era demasiado sistemática para que aquello fuera un simple
paseo. En Iidabashi giró hacia la derecha, cruzó el foso, atravesó el cruce de Jinbochō, subió la
cuesta de Ochanomizu y llegó a Hongō. Después prosiguió hasta Komagome bordeando la línea
férrea. Fue un itinerario nada desdeñable. Cuando llegamos a Komagome, el sol declinaba. Era
un apacible atardecer de primavera.
—¿Dónde estamos? —preguntó Naoko como si descubriera aquel lugar de repente.
—En Komagome —dije—. ¿No te has fijado? Hemos dado una vuelta enorme.
—¿Y por qué hemos venido hasta aquí?
—Has sido tú quien me ha traído. Yo me he limitado a seguirte.
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Entramos en una soba-ya cerca de la estación y tomamos un bol de soba. Como tenía sed,
bebí cerveza, yo solo. Encargamos los fideos y comimos en silencio. Yo estaba agotado por la
caminata, y ella, con sus manos descansando sobre la mesa, parecía estar de nuevo absorta en sus
cavilaciones. Las noticias de la televisión anunciaban que aquel domingo los lugares de ocio
habían tenido una ocupación plena. «Y nosotros hemos ido a pie desde Yotsuya hasta
Komagome», me dije.
—Estás en forma —bromeé cuando terminé mis fideos.
—¿Sorprendido?
5 Establecimiento donde sirven soba, fideos de alforfón. (N. de la T.)