Page 190 - Tokio Blues - 3ro Medio
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penetró todavía más adentro. Sentí cómo se me enfriaba todo el cuerpo. Como si me hubieran
               tirado  al  agua  helada.  Tenía  los  brazos  y  las  piernas  entumecidos  y  sentía  escalofríos.  Me
               preguntaba qué me estaba pasando. Quizá fuera a morirme, pero no me importaba. Pero él se dio
               cuenta de  que me dolía  y  se quedó  dentro de mi  vagina, tal como  estaba, sin  moverse,  y me
               abrazó, me besó el pelo, el cuello, los pechos. Durante mucho tiempo. Poco a poco, mi cuerpo fue
               recobrando el calor. Él empezó a moverse despacio y... Fue tan maravilloso que pensé que me
               estallaría  la  cabeza.  Tanto  que  pensé  que  ojalá  pudiera  quedarme  toda  la  vida  así,  entre  sus
               brazos, haciéndolo."
                   »"Si fue tan fantástico, podrías haberte quedado con él y hacerlo todos los días", comenté.
                   »"Era imposible, Reiko. Yo lo sabía. Aquello se fue igual que vino. Jamás volvería. Fue algo
               que  ocurre  por  casualidad  una  vez  en  la  vida.  No  lo  había  sentido  nunca  antes,  ni  volvería  a
               sentirlo después. Jamás he vuelto a tener ganas de hacerlo; jamás he vuelto a sentirme húmeda."
                   »Por  supuesto,  quise  explicárselo  a  Naoko.  Le  dije  que  esas  cosas  suelen  ocurrirles  a  las
               chicas jóvenes y que luego se curan de forma natural, con el paso de los años. Además, habiendo
               ido bien una vez, no tenía de que preocuparse. Yo misma, poco después de casarme, tuve algún
               problema.
                   »"No es eso", repuso Naoko. "No estoy preocupada, Reiko. Lo único que quiero es que nadie
               vuelva a penetrarme. No quiero que nadie vuelva a violentarme jamás."
                   Terminé la cerveza mientras Reiko fumaba otro cigarrillo. El gato se desperezó en el regazo
               de Reiko, cambió de postura, volvió a dormirse. Reiko, tras dudar unos  instantes, se llevó un
               cigarrillo a los labios y lo encendió.
                   —Luego empezó a llorar en silencio —siguió Reiko—. Me senté en su cama, le acaricié la
               cabeza y le dije que no se preocupara, que todo se arreglaría. Una chica joven y bonita como ella
               debía encontrar a un hombre que la tomara entre sus  brazos  y la hiciera feliz. Era una noche
               calurosa y Naoko estaba bañada en sudor y lágrimas, así que tomé una toalla de baño y le enjugué
               la cara y el cuerpo. Incluso tenía las bragas empapadas, se las saqué... No pienses nada extraño.
               Nos bañábamos siempre juntas; yo la veía como si fuese mi hermana pequeña.
                   —Ya lo sé, mujer —intervine.
                   —Naoko me pidió que la abrazara. «¿Con este calor?», repuse, pero ella me dijo que era la
               última vez. La abracé, durante mucho rato, envuelta en la toalla de baño, para que el sudor no
               rezumara.  Cuando  se  tranquilizó,  le  volví  a  secar  el  sudor,  le  puse  el  pijama  y  la  acosté.  Se
               durmió enseguida. O tal vez fingió quedarse dormida. En cualquier caso, estaba preciosa. Parecía
               una niña de trece o catorce años a la que nadie hubiera herido en toda su vida. Yo, por mi parte,
               me dormí plácidamente, contemplándola.
                   «Cuando me desperté a las seis de la mañana ella ya no estaba. El pijama estaba allí, pero
               habían desaparecido su ropa, las zapatillas de deporte y la linterna que tenía siempre a la cabecera
               de  la  cama.  Enseguida  comprendí  que  algo  iba  mal.  El  que  se  hubiera  llevado  la  linterna
               significaba que había salido cuando aún estaba oscuro. Por si acaso, eché una ojeada encima de la
               mesa, donde encontré la nota: "Dadle toda mi ropa a Reiko". Corrí a avisar a todo el mundo y les
               pedí que me ayudaran a buscar a Naoko. Entre todos registramos el sanatorio y rastreamos los
               bosques aledaños. Tardamos cinco horas en encontrarla. Hasta se había traído la cuerda.
                   Reiko lanzó un suspiro y acarició la cabeza del gato.
                   —¿Quieres una taza de té?—le pregunté.
                   —Sí, gracias —dijo.
                   Calenté agua, preparé el té y salí al porche. El día declinaba, la luz del sol había palidecido y
               las sombras de los árboles se alargaban bajo nuestros pies.
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